
Regresamos a Tilff. Un mercadillo ha atraído a curiosos de toda Valonia y aun de Flandes. Cada semana hay rastrillos en los pueblos de la zona, y todos movilizan a increíbles cantidades de gente. En Bélgica los trastos viejos de los otros despiertan pasión, y fuerza es admitir todo lo que la brocante ha hecho por la unidad cultural nacional. No me extraña, porque aquí pueden encontrarse artículos inconcebibles, como una pulidora que parece una aspiradora; una ensaladera articulada y electrificada que resulta ser un secador de pelo; una especie de tocador infantil al que le suponemos un uso educativo... (tocador en el sentido de consola complicada, no en el sentido de «affaire Dutroux»).
Más que la cerveza y la fritanga, parece ser la basura de los otros lo que después de todo constituye un signo identitario en esta comarca de tan difícil conceptualización... Kathleen me interrumpe en mis reflexiones:
—Deberías hacer un esfuerzo por no sentirte superior a los belgas.
—No, si realmente me parece estupendo que la gente venga a estos sitios a echar la mañana. Cualquier cosa con tal de que no anden metiendo ruido con las motos, o mendigando para comprar alcohol, o meando por las esquinas.
Eh, un momento, ¿quién ha dicho eso?