El próximo fin de semana se celebra la Feria del Libro de Bruselas, en la que España será el país invitado. Esto quiere decir que invitarán a asistir a una docena larga de escritores españoles, en especial a aquellos escritores españoles que viven en Bélgica, completándose la nómina con algunos escritores extranjeros que alguna vez estuvieron en España, de esa especie que lo mismo vale para un roto que para un descosido. Yo no podré asistir, ya que debo ir a tocar el ukelele a la fiesta de cumpleaños de mi suegro. Es lamentable; preferiría ir a tocar el ukelele a la Feria del Libro de Bruselas, que además me pilla más a mano.
El caso es que la semana pasada recibí inopinadamente un correo electrónico de una reportera cultural, Nicole D., invitándome a charlar brevemente sobre la literatura española actual en la radio pública belga, la RTBF. Entre nosotros: no tengo mucho que decir sobre la literatura española actual, que en sí no me interesa ni más ni menos que la literatura actual en general. Ni poco ni mucho. Pero uno tiene que llegar a ser quien es, y estar a la altura de lo que prometen sus tarjetas de visita. De manera que concierto una cita para el lunes por la mañana y me estudio los catálogos de las editoriales francesas que traducen títulos peninsulares, así como los últimos informes anuales de la Subdirección General de Promoción del Libro, de la Federación de Gremios de Editores y de la Federación Española de Cámaras del Libro.
Ahora ya sé —no lo olvidaré tan fácilmente— que el tren que pasa por mi pueblo a las 6:23 me deja sin transbordos en Bruselas a primera hora de la mañana. Me pierdo dando vueltas a la manzana durante los tres cuartos de hora que había previsto para perderme, y cinco minutos antes de mi cita con Nicole presento mi carnet de identidad en la garita de entrada al recinto de la RTBF. El guardia de seguridad dibuja sobre un mapa impreso en offset el camino que debo recorrer para llegar al vestíbulo conocido como «Patio Radio», donde Nicole había quedado en buscarme. El bolígrafo anticipa sobre el mapa mi itinerario:
—Tome esta entrada, busque el ascensor que queda inmediatamente a su izquierda, suba al tercer piso y recorra el pasillo hasta el final.
De todos modos en el tercer piso me veo obligado a pedirle a alguien que me indique cómo llegar al famoso «Patio Radio», que resulta ser un
lounge acogedor, enmoquetado, iluminado por un gran tragaluz central (tras el que sospecho lámparas halógenas), circundado de cabinas de grabación. Se sabe que son cabinas de grabación porque las puertas tienen mirilla y un piloto que de vez en cuando cambia del verde al rojo, o viceversa. Otras salas no tienen puerta y en su interior trabajan lo que parecen ser controladores aéreos o analistas de bolsa. Mato el rato estudiando las plantas de interior y la oferta de las máquinas expendedoras de bebida; un café me haría bien, pero Nicole vendrá de un momento a otro.
O no. Los minutos pasan, y en una de las salas sin puerta suenan, perfectamente ecualizados, los cuarenta principales. No conozco las canciones, pero están bien. Por fin pasa alguien junto a mí, un joven técnico de sonido, o un becario. Le pregunto, para cerciorarme, si realmente estoy en eso que llaman «Patio Radio». Al principio me mira con incomprensión, pero unos segundos después algo hace clic en su cerebro y me dice en un francés vacilante que sí, que me quede tranquilo, que ése es el «Patio Radio».
—¡Menos mal! Es que tengo una cita con Nicole D. y debe de estar en un atasco, o algo...
«¿Nicole qué?» El tipo hace una pedorreta con la que da a entender que no ha oído nunca el nombre de su colega, lo que no tiene nada de raro en un becario al que seguramente arrojaron antes de ayer desde un avión al interior oleaginoso de la empresa de radiotelevisión más grande del país.
El retraso ya pasa de veinticinco minutos, y empiezo a tener miedo de que al final no me dé tiempo a pasarme por la librería hispánica de Bruselas antes de las citas que tengo esta tarde en la Facultad. Por suerte he traído el teléfono móvil, ese móvil que digo que no tengo, y que es como si no tuviera porque sólo lo utilizo como despertador o para llamar a Kathleen cuando el tren a Göttingen llega con retraso. Marco el número de Nicole y lo aparto de mi cabeza hasta que se establezca la conexión, a fin de evitar el pico de ondas electromagnéticas; quien me responde es un robot que me informa en alemán de que el saldo de mi tarjeta es de 0,32 euros, por lo que resulta imposible llamar al número que he marcado.
Vacilo todavía durante dos o tres minutos, pero al final me decido a asaltar un despacho y pedir que alguien llame por teléfono a mi entrevistadora, aunque sólo sea para organizar el tiempo de espera. Llamo a la primera puerta abierta, perteneciente, según indica un letrero en neerlandés, a una ayudante de dirección, o algo parecido. Dentro dos mujeres roen barritas de galleta bañada en chocolate. Comienzo a explicarles que tenía una cita en el «Patio Radio» hace media hora, pero que la periodista aún no ha aparecido, y querría saber si alguien podría... Me interrumpo. Veo en sus rostros que algo se me escapa, que un problema con el que yo no he contado interfiere en la comunicación. Una de ellas mira a la otra como esperando que sea ella quien intervenga.
—«Patio Radio», sí, está en esa dirección.
—No, no lo entiende: yo vengo del «Patio Radio», es su colega, Nicole D., la que no ha llegado aún. Es para una entrevista de radio.
—¿Radio?
La interrogación me alarma, así como el cruce de miradas, y las réplicas en neerlandés que cruzan entre ellas. A lo mejor al final esto no tiene nada que ver con una radio. A lo mejor resulta que lo que parecían cabinas de grabación son en realidad las dependencias de un
meublé higiénico y reglamentado. A lo mejor en el interior de esas cabinas se proyectan películas X o se ofrecen sórdidos espectáculos en vivo y en directo para los pervertidos funcionarios de la Comisión Europea. Siempre había oído hablar de la importancia de la industria pornográfica, pero no me esperaba que alcanzase estas dimensiones. Asumida ya la derrota y resignado a que el largo viaje a Bruselas hubiera sido —¡otra vez!— en balde, no pude dejar de preguntarme durante una fracción de segundo si no habría en algún lugar una dimensión en la que la gente hablase francés como es debido, en la que Nicole D. existiera realmente y me estuviera esperando en un vestíbulo muy parecido a este, con los mismos ficus y las mismas máquinas expendedoras de bebidas carbonatadas. Quizá entonces una de las falsas ayudantes de dirección, la viejecilla de pelo plateado, se sonriera misteriosamente y me indicase una puerta sin marco disimulada en la pared, detrás de la cual habría una reproducción especular del edificio, en el que la variación más apreciable sería un ligero corrimiento al rojo de la luminosidad, señal probable de un campo gravitacional más intenso.

De hecho, eso fue exactamente lo que ocurrió, con la sola diferencia de que la viejecilla de pelo plateado, asombrosamente inasequible a la jubilación, añadió una explicación en el mismo francés vacilante que sus demás compañeros:
—Usted busca la RTBF. Esto es la VRT, su equivalente neerlandófono.
Al otro lado de la puerta que ella misma mantenía abierta se desplegaba una copia exacta de la habitación de las falsas ayudantes de dirección, si acaso en una tonalidad más rojiza. Trazando mentalmente un plano simétrico del mundo que dejaba a mis espaldas llegué al «Patio Radio» de la dimensión francófona, en el Nicole D. me saludó con gran afabilidad y en un español muy correcto:
—¡Le he estado buscando por todas partes!
«No por todas», respondo mentalmente. Me conduce a una de las cabinas, mucho más estrecha que las que había visto hasta entonces, en la que apenas caben dos sillas enfrentadas. La entrevista, al final, es muy breve. Tenemos que volver a grabar el principio porque estaba dando demasiados datos y rodeos. Consigo llenar tres o cuatro minutos con frases lapidarias, listas para transformarse en titulares, sin decir tonterías demasiado crasas ni hacer generalizaciones demasiado abusivas. Al salir, el empleado de la garita me tiende mi carnet de identidad, y aprovecho para comentar con él mi percance.
—Lo que debería haber hecho es tomar esta entrada —el bolígrafo volvía a recorrer el camino sin desviaciones, con automatismo de pensionista—, buscar el ascensor que queda inmediatamente a la izquierda, subir al tercer piso y recorrer el pasillo hasta el final.
—Es curioso, porque es exactamente lo que he hecho. He seguido el mapa que usted me dio.
—Entonces no entiendo cómo pudo no llegar a la primera.
Un nuevo caso para el comisario Maigret. Fuera del recinto varios grupos de estudiantes aguardan el inicio de una visita guiada. Hace un día radiante, y yo desando lentamente un camino de baldosas amarillas mientras la luz lo desintegra todo a mis espaldas.