El comienzo de la primavera no lo anuncian los narcisos, ni las yemas de los almendros, ni las primeras telas de araña, sino unos cagarros dispuestos en fila que parecen desplazarse sin que su movimiento llegue a ser visible en la penumbra de esta última hora de la tarde, como si estuvieran jugando al escondite inglés sobre los adoquines de la calle semipeatonal que discurre junto al río Ourthe. En realidad ya hay tan poca luz que uno tiene que ponerse en cuclillas para confirmar la sospecha de que no son cagarros, sino ranas, unas señoras ranas grandes como puños, tersas y relucientes. Toco una de ellas con la contera del paraguas y no se mueve; si acaso, se aplana imperceptiblemente contra el suelo, y me sostiene la mirada con unos ojos de brillo enigmático y mal disimulado desprecio.
Si hubiera un reality show para escoger al bicho más inverosímil, algunas ranas llegarían a la apoteósica final. Tienen sangre fría, ponen miles de huevos de una sentada, atraviesan una espectacular metamorfosis, pasan criogenizadas la mitad del año, su lengua es adherente y a veces protráctil, tienen pupilas de cabra, comen moscas y saben a pollo. La discreta invasión nocturna de ranas de esta noche lo deja a uno sobrecogido, aturdido por la complicada conjunción de factores que determinan el desarrollo de estos anfibios y que hacen posible su presencia. Todos los que con el tiempo hemos reunido una culturilla wikipédica sabemos que los sapos y las ranas desaparecen tan pronto como se alteran las condiciones de las cuencas fluviales en que son endémicas: su reproducción sólo se produce si el agua está a determinada temperatura en un momento preciso del año, y la polución de los acuíferos puede conducir a cambios de sexo en ejemplares adultos. Al ver dispuestas en fila todas esas esfinges impávidas e improbables uno llega a creer que no todo está perdido, que todavía queda por repartir una mano de cartas, que aún estamos a tiempo de frenar el cambio climático, que los años de tirar por separado la basura inorgánica empiezan a dar sus frutos, que ya hemos emprendido el camino de regreso a la agricultura biológica y que, en definitiva, lo que comienza no es la primavera sino un nuevo modelo de desarrollo sostenible, gracias al cual el tejido económico de Europa acabará por regenerarse y hasta la democracia participativa renacerá de sus cenizas.
A la mañana siguiente las ranas siguen allí: unas prácticamente intactas, boquiabiertas, detenidas para siempre en el momento de saltar para ponerse a salvo, aunque su extraordinaria elasticidad haya obtenido una victoria pírrica frente al neumático; otras convertidas en un rastro correoso de difícil identificación; las más, despanzurradas con violencia, la cabeza reventada y los vientres nuevos abiertos nítidamente al sol. Sólo una de ellas permanece incólume, impertérrita y brillante como un pequeño buda de jade, arrojando a los automovilistas su desprecio de cherokee, aunque observada más de cerca resulta ser sólo un cagarro.