El día había empezado temprano y con tan sólo cinco horas de sueño, porque el comité de barrio me había tenido la noche anterior discutiendo hasta las tantas sobre el señalizado del carril bici. Después de la clase de las 8 me metí en un congreso sobre representaciones literarias del pueblo, en el que Alain V., François P. y Pierre P. se enzarzaron en una jugosa discusión sobre la función del latiguillo «tout se passe comme si», tan frecuente en los escritos de Pierre Bourdieu. ¿Operador ficcional que introduce un excurso literario? ¿Indicador hipotético compatible con el método científico? ¿Simple herencia barthesiana? A pesar del madrugón y del déficit de sueño, las réplicas y contrarréplicas me hacían sentir vivo y afortunado.
Sin embargo, cuando me enfrenté al jersey del infierno eran ya las siete y media de la tarde; entre medias quedaban tres cafés, dos tutorías, otra clase, un bocata comido de pie y una reunión bastante kafkiana sobre los criterios de admisión a un nuevo máster cuyo contenido y utilidad nadie atinaba a explicar con convicción. Cualquiera de esos factores tomados por separado podría explicar la transformación de un mogwai en gremlin. Súmesele el hecho de que esa misma mañana ya me había cruzado con otra persona que llevaba un gato gigante estampado en la blusa:
—¡Caray, qué miedo da ese gato!
—¿Por qué? —responde la persona en cuestión, que era una secretaria—; ¿no te gustan los animales?
También me gustan las lentejas con chorizo, las series de televisión inglesas donde se dicen muchos tacos y los poemas pornográficos de Edmond Haraucourt. ¿Debería reproducirlos sobre mi ropa? Es lo que tiene la pragmática: que a veces tienes que dar por válidas respuestas completamente non sequitur si no quieres que te tomen por un sociópata.
Sea como fuere, todo aquel que hubiese visto el jersey de Lot entendería que lo que realmente necesitaba explicación no era mi comentario, sino la reacción de esta joven y por lo demás simpática colega.

Lo raro, pues, no era mi comentario, sino la reacción ofendida de Lot. Lo que cualquiera habría esperado era más bien una explicación por el estilo de «unos yonkis han okupado mi apartamento, se han comido el resto de mi ropa y he tenido que elegir entre ponerme esto o venir a la facultad en top less». O «me lo he puesto con la intención de que alguien me lo quite apasionadamente». O «era parte del fondo de armario de Amy Winehouse que subastaron en eBay». O «lo llevaba puesto mi madre cuando me concibió». O «soy daltónica y no sé de qué gato me estás hablando». O «gracias a este jersey someteré a todos los líderes mundiales e instauraré el imperio milenario de Moloch».
Unos minutos después le pedí perdón a Lot; le dije que no sabía cómo había podido ser tan rudo, y le aseguré que en el fondo soy un mogwai inofensivo y cortés.
A la mañana siguiente recibiría un e-mail en el que Lot me preguntaba cuál era mi talla, y me enviaba un enlace al catálogo en línea de la marca que fabrica los jerseys. Tienen también un modelo con un cervatillo que pasta en un campo granate, y otro con un unicornio cuyo cuerno parece un poste de barbero.