Claro que puedo. Al otro lado de la puerta está Berlín a diez grados bajo cero, y en este restaurante coreano tengo mucho más de lo que nadie pueda necesitar, empezando por un plato de ternera marinada llamado bulgogi que todavía chisporrotea cuando lo traen a la mesa; hay otro llamado bibimbap que contiene un montón de cosas que nadie en Europa se atrevería a combinar —arroz, lechuga, un huevo frito, champiñones marinados, brotes de soja frescos, chile, pepino— pero que al mezclarlos y removerlos en el recipiente producen una misteriosa reacción química y dan lugar a un elemento completamente inaudito y suculento. Este plato, a su vez, se puede fusionar con el anterior, en cuyo caso se habla de bulgogi bibimbap, e incluso puede elevarse al cubo (dolsot bulgogi bibimbap) sirviéndolo en un bol de piedra ardiendo que hace que la comida se siga cocinando y transformando hasta el último bocado, en un maravilloso despliegue de sabores y texturas que durante unos minutos produce la impresión de que el verano ha irrumpido en enero.
También tienen en este restaurante coreano una notable oferta de platos don, de arroz y pescado crudo, con adornos inauditos, como pepino hilado. ¿Se puede hilar el pepino? Parece que sí, y el resultado es un híbrido mitológico que, sin dejar de ser pepino, sabe a cabello de ángel.
—¿Y esto qué es? —le pregunto a Kathleen, cogiendo con los palillos una rodaja de algo que tiene aspecto de goma.
—Creo que es huevo.
Me lo llevo a la boca. Es una tortilla reinventada, enrollada, aliñada, descontextualizada y remasterizada, que se esponja en la boca con una lenta deflagración de endorfinas. «¡Esto es huevo!», exclamo con incredulidad, como quien comprende súbitamente que la única persona que podría haberle hecho feliz era un compañero de oficina que entró y salió de su vida sin que nunca le prestase la más mínima atención. Curiosamente, hace unos meses tuve un sueño premonitorio sobre este preciso momento.
Pero sin duda lo más asombroso que uno puede pedir en este gabinete de los prodigios es una versión de un plato de origen japonés llamado gomae. Su fabuloso sabor procede de una fórmula muy simple, compuesta por el matrimonio inopinado de tan sólo dos ingredientes: espinacas escaldadas y crema de cacahuetes. De postre tomamos invariablemente helado de té verde envuelto en una crêpe recubierta de caramelo. En estos festines ininterrumpidos, pantagruélicos y, por cierto, incomprensiblemente económicos, convoco la presencia inmaterial de mi amigo Eduardo, que sería algo así como el lector ideal de la carta de este restaurante. «¿A que está rico?», le pregunto, pero desde el plano astral Eduardo no me responde, sin duda porque en esos momentos tiene la boca llena.
No recuerdo cómo ni cuándo consiguió Kathleen arrastrarme fuera del restaurante. Lo que sí recuerdo es que después pasé varios días seguidos corrigiendo exámenes sin parar, hasta que al fin cumplí mi condena y pude salir pestañeando a la calle, volver al coreano (donde me recibieron con una ovación cerrada), consultar algunos libros del Iberoamerikanisches Institut, pasear e ir al cine.
Berlín es una ciudad en la que nada parece demasiado difícil. Por eso hay gente que cree poder vivir en ella sin hablar alemán, sin tener trabajo y durmiendo en el sofá de unos amigos. Y resulta que muchos descubren que no sólo pueden vivir así, sino que incluso pueden vivir bastante bien. ¿Qué otra cosa puede esperar quien vea a los berlineses montar en bici por una calle adoquinada mientras beben a morro de una litrona y fuman tranquilamente un fiti? ¿Cómo se dejará ganar por el desaliento quien entre en un aparcamiento y vea que en el segundo piso, detrás de una puerta desvencijada y sin ningún tipo de indicación, se encuentra una cantina idéntica a la de Mos Eisley, de La guerra de las galaxias? ¿Cómo arrojará la toalla quien visite el cine que una pareja de punkis ha abierto en el hangar de una vieja fábrica, con los muros cubiertos de lona negra y un chubeski que hay que alimentar tres o cuatro veces durante la proyección para que los espectadores no se queden ateridos? Alguien me habló de unos peruanos que vivían en Berlín y habían ideado un «cine de ventana», que consistía en que el público se quedaba de pie en la calle y miraba por la ventana lo que ellos estaban viendo en vídeo. Hey, esto es Berlín, todo es sencillo si te lo propones; y sobre todo si no te lo propones.
Un día, el pasado diciembre, se nos antojó salir por la noche a algún lado, pero no queríamos ir muy lejos porque hacía frío, y de todos modos lo único que nos habría apetecido oír era swing de los años 30. Así que nos quedamos en casa, porque a fin de cuentas —nos dijimos— ¿cuál es la posibilidad de que esta noche toque en Friedrichshain un grupo compuesto por un banjo, un contrabajo, un violinista, un ukelele y un trombón? Bueno, pues al día siguiente vimos un cartel que anunciaba para la noche anterior un concierto con exactamente esa formación musical a cinco minutos de nuestro apartamento. De manera que cuando esta noche —volvemos al último día de enero de 2014— comenzamos a tararear inconscientemente canciones de los Comedian Harmonists, ya sabemos adónde debemos dirigirnos: al Badehaus Szimpla.

El Badehaus Szimpla es una barraca maravillosa, con las paredes cubiertas de frescos delirantes y tela de Jouy. Lástima que el primer grupo que toca sea tan muermo. Los acordes son erráticos, como si los hubieran escogido con uno de esos dados dodecaédricos del Dungeon & Dragons. Voy al baño y cuando salgo me cruzo con un tipo al que le suena el teléfono móvil: es lo mejor que he oído hasta ese momento. Por suerte estamos bebiendo Jarosover, una cerveza de Bohemia mucho más conmovedora de lo que el primer grupo de la noche será jamás.
Eh, un momento: ¿es posible que el tipo larguirucho que tocaba el contrabajo en el primer pase sea el líder del segundo grupo? Se quita el borsalino que llevaba, se pone un bombín y se acerca al micrófono:
—Hay que ver qué grupo más malo. Sobre todo el bajista, que era un horror...
Cuando nos queremos dar cuenta el escenario se ha llenado de personajes estrambóticos de edad indefinida: unos son jóvenes por dentro y viejos por fuera; otros son jóvenes por fuera y viejos por dentro, y esa contradicción se exterioriza en una música borrachuza y vitalista, aunque sus letras hablan de la muerte y la destrucción. Se hacen llamar Fidel Castor und die Transporter, su lema es «swing, punk, sudor y poesía», y tocan con el brío y el humor de una banda kletzmer en una boda judía que se celebrase durante la festividad del Purim. Durante la siguiente hora y media las vibraciones acompasadas que impelen el suelo y las paredes del Badehaus Szimpla lo convierten en la válvula mitral de la ciudad.