
Resulta que el decano Pierre no tenía, como es lógico, ningún interés en ser decano. Fue la fuerza de las cosas la que lo aupó al cargo, puesto de relumbrón que no se traducía en un alivio de sus demás funciones, ni en un aumento de su salario. Pero lo que el propio Pierre descubrió con embarazoso retraso fue que, además de no tener ningún interés en liderar la Facultad, tampoco tenía ninguna de las competencias que la Facultad demandaba de él. Desde su nuevo despacho el decano Pierre llamó a Louis y le dijo estas o parecidas palabras: «Louis, estoy en un compromiso. No entiendo nada de lo que me piden, los dosieres se acumulan sobre mi mesa y cada día recibo a una docena de personas a las que no he visto nunca, con las que despacho asuntos que desconozco por completo. Tú, en cambio, te manejas bien con la legislación y sabes formarte un juicio con rapidez. Échame una mano, aunque sea sólo los primeros días».
Louis —a quien, tampoco es cosa de negarlo, le encanta meter la cuchara en todos los guisos— aceptó con mucho gusto y comenzó a estudiar presupuestos y a preparar reuniones. Apenas transcurridas unas semanas, llegaba a la facultad y se iba directamente al decanato, sin pasar por su oficina. Era Louis quien determinaba el orden del día de las juntas de Facultad y quien defendía desde la sala el punto de vista del decano mucho mejor de lo que el decano mismo habría podido hacer. Cuando se quiso dar cuenta, habían pasado varios años y el decano Pierre había firmado una bula por la que delegaba en Louis, a perpetuidad, la asistencia a la conferencia de decanos.
Pese a la perfecta ejecución de este singular ejercicio de ventriloquía, en el cual era el muñeco el que cerraba la boca y hablaba por la de su dueño, el descontento cundió en el claustro de profesores de Filosofía y Letras. Cundió con esa rapidez y convencimiento con la que sólo cunden el descontento, la indignación y las difamaciones. Cundió como no cunde ninguna otra cosa en una facultad de Filosofía y Letras. La inepcia del decano Pierre era patente y el que menos mal le deseaba quería que lo enviasen a realizar aburridas labores administrativas al África subsahariana.
Irónicamente, quien tuvo que ir a realizar aburridas labores administrativas al África subsahariana fue Louis, motivo por el cual estuvo ausente precisamente en los días en que se celebraron las nuevas elecciones a decano. Como es lógico, Louis deseaba una renovación en la cúpula que pusiese fin a un reparto de papeles en el que todos se encontraban a disgusto, y antes de salir de viaje muchos colegas le habían asegurado que esperaban impacientes el momento en que se produjese el relevo, y que incluso se ponían a disposición de la Facultad para el caso de que hicieran falta candidatos.
El día en que tuvo lugar la votación, por la noche, bajo el subyugante cielo estrellado de Kenia, Louis recibió una llamada del decano Pierre:
—Lo que ha ocurrido es inconcebible, Louis. ¡Ha habido tres personas que han osado votar en contra de mi reelección! ¿Puedes creerlo?
Así era: de manera casi unánime, al decano Pierre le había sido concedido un nuevo mandato. Era público y notorio que este giro de los acontecimientos lo contrariaba tanto a él como a sus electores, pero por algún motivo, por una aberrante concepción de la cortesía, por una delicadeza suicida, todos (menos tres) habían suscrito un acuerdo tácito que prolongaba la situación cuatro años más.
—Y esto —me dice Louis mientras nos despedimos con un apretón de manos— no lo entendemos ni usted ni yo, porque no somos de aquí. Pero es algo que explica la mitad de lo que ocurre cada día a nuestro alrededor.