—No, hoy no ha venido —responde el librero.
—Es que he hecho una edición... —dice el muchacho, como excusándose. Recorre con la mirada las estanterías hasta extraer triunfante un librito verde, que sí está expuesto, aunque de canto—. Esta edición; es un libro muy bueno, a ver si lo vendéis bien.
El espectáculo ha sido ruborizante. Paso de largo sin decir nada. Los libreros y los autores enseñan pierna y guiñan el ojo. Un librero me alarga un catálogo; en él se anuncia una novedad como «una elegante digresión en torno a la vanidad y al vacío». Podrían haberlo definido como «un claro testimonio de la crisis de sobreproducción que atraviesa el sector editorial», lo que habría sido igual de ineficaz, aunque más honesto. En otra caseta una mujer de voz cazallosa está firmando ejemplares de un libro de título sugerente. Lo hojeo, y ella me pregunta si me gusta la poesía. Cohibido y casi de manera preventiva respondo que no. Luego me explico: me gusta la que rima, cuenta cosas y es divertida. O sea, que no. Sin desanimarse, la madre de la criatura (que tiene voz de mujer Maitena, cuerpo de mujer Almodóvar y pruritos de mujer Kundera) abre el libro —un ensayo— y me lee una poesía de treinta y siete versos que ha transcrito porque —dice— escenifica la resistencia a una transición democrática con aspecto de traspaso de poderes. Es mucho suponer: en realidad el poema habla de cigarrillos y de pantalones vaqueros. García Montero tenía uno igual, que debía de ir de lo mismo.
Salgo huyendo bajo la lluvia y corro hasta encontrar una caseta en la que han colgado un cartel grato y hospitalario: «Hoy no firma nadie». La vendedora está haciendo lo que quiera que haga la gente con sus teléfonos móviles, y me deja a mi aire. Compro un libro y me llevo el catálogo.
Todo esto produce terror y lástima, y comentándolo al día siguiente con Patricio, dice que la sobreproducción editorial «es un fenómeno que hace muy difícil apartar los ojos del presente». Es verdad; por lo menos para quienes, como él, han asumido a modo de imperativo categórico el estudio de los boletines de novedades. Y hablando de novedades, da la casualidad de que al día siguiente Patricio presenta en La Central su última novela. Es una que cuenta la guerra de las Malvinas como si la hubieran protagonizado Buster Keaton, Harold Lloyd, Stan Laurel y Oliver Hardy. Con su derrota militar —dice Patricio—, Argentina salió ganando, si se tiene en cuenta que marcó el principio del fin de la dictadura, mientras que al Reino Unido la victoria le deparó diez años más de thatcherismo.

Hemos aterrizado en una España sin rey, pero entre las dos bodas tendremos el dudoso privilegio de asistir a los fastos de la proclamación de Felipe Sexto. Uno preferiría a Camilo Sesto, pero no nos han preguntado. Esto de la proclamación lo ha disculpado el pánfilo de Moncloa como un trámite rutinario, casi como una especie de relevo ministerial al que no hay que dar muchas vueltas, pero basta con prender la televisión para darse cuenta de que es una coronación en forma. Una coronación sin corona. Sentado en el cuarto de estar de mis padres, lo sigo con el rabillo del ojo, mientras acabo de meter notas en actas. Es «la apoteosis de un muñeco», como escribía Camba a propósito de la mayoría de edad del bisabuelo de este nuevo rey.
Por la tarde he quedado en pasar a despedirme de Toño y Adelaida, y voy con tiempo para sumarme, de camino y aunque sólo sea unos minutos, a las previsibles algaradas republicanas de la Puerta del Sol. Sin embargo, a la Puerta del Sol no pueden entrar ni los republicanos ni nadie. La estación de metro está cerrada y la superficie ha sido enteramente ocupada por antidisturbios y lecheras. Los turistas se agolpan en un pasillo de apenas cinco metros de ancho para ganar la calle del Carmen y Preciados. Que no se autorizase la manifestación republicana por mañana todavía se puede comprender, pues tampoco convenía poner en un compromiso a las tres o cuatro docenas de personas que acudieron a saludar al nuevo monarca (sin exagerar: yo diría que la cantidad de gente que había en la calle es la misma que hay cualquier día de fiesta). Ahora, que se sigan tomando las cosas tan a la tremenda a las ocho de la tarde soprende incluso a los que todavía viven en este país y deberían estar curados de espanto. Se da por cierto que a lo largo de la mañana la poli estuvo registrando las mochilas para requisar eventuales banderas republicanas. Gabilondo dice en su videoblog que ha sido una reacción histérica. Sí, uno no sabe si ponerlo en manos de la clínica López-Ibor o del Tribunal de Estrasburgo.