Después de este embarazoso episodio de diarrea organigrámica, cacareada por Faemino y Cansado en sus papeles respectivos de primer vicerrector y de vicerrector de investigación, el rector propiamente dicho anuncia que la cena está servida. Caminamos en manada los pocos cientos de metros que nos separan del restaurante universitario, y hacemos cola para dejar los abrigos porque han habilitado un cuarto de servicio como guardarropa.
La cena constituye un fenomenal despliegue de falta de escrúpulos ecológicos: hígado de ganso, atún rojo, solomillo de ternera y faisana. Se conoce que el faisán resultaba demasiado vulgar. En cambio, en mi mesa la conversación trata de animales domésticos. Frente a mí, el vicerrector de la Evaluación de la Calidad expone una curiosa teoría sobre la doble lógica del profesorado, mientras devora el corazón de un koala: «Cuando están en su elemento —dice—, los profesores se comportan como gatos, pero cuando suben a vernos al rectorado se comportan como perros». Yo no sé muy bien cuál es el elemento de los profesores, muchos de los cuales parecemos casi siempre peces fuera del agua, pero creo que el vicerrector ha dicho una gran verdad que explica mucho de lo sobrenatural que pasa en las universidades.
Apenas vi que retiraban el plato del postre traté de escabullirme por la escalera de incendios, pero Germain me agarró del brazo y me lanzó entre las fauces de una especialista en psicología del desarrollo, quien me asestó una clase magistral de tres cuartos de hora. Germain es un profesor de didáctica de lenguas germánicas con el que me llevo muy bien: todo el rato estamos insultándonos y riéndonos de la ropa del otro. Por el rabillo del ojo puedo verlo desternillándose de risa mientras la psicóloga llega al capítulo de la Gestalt.

Cuando sale Germain me encuentra esperándolo en la calle. Mi intención original era partirle las piernas, pero cuando empieza a llorar me da pena y le digo que le perdono si me acerca en coche a casa, porque ya es medianoche y de otro modo tendría que bajar a Tilff atravesando a oscuras el bosque de Colonster. En el coche vamos comentando las mejores jugadas.
—Si la Facultad pasa a decidir sobre la financiación de proyectos, vamos a ir todos con el cuchillo entre los dientes.
—Y si se nos obliga a reagruparnos en departamentos de investigación tendremos que decidir quiénes son nuestros amiguitos, lo que tendrá por consecuencia enemistarnos con todos los demás.
Los dos tenemos claro que de este reordenamiento universitario no puede salir nada bueno. Una subcomisión de evaluación no nos va a ayudar a dar mejores clases ni a escribir libros más relevantes. En cambio, por un semestre sabático o cincuenta horas anuales de becario le vendo mi alma al primer decano que pase.
—¡Minions! ¡Lo que necesitamos no son subcomisiones, sino minions que nos hagan fotocopias y nos metan las notas en las actas!
¿Quién dice esto? ¿Germain? ¿Mi subconsciente? Germain ha puesto una música supermierdera, pero ni siquiera me quedan ganas de meterme con él. Esta noche hemos sido unos cobardes sin dignidad, porque no hemos dejado plantado al rector y hemos partido el pan con el enemigo. Y si sólo hubiera sido el pan...
—Esta noche nos hemos comportado como unos perros —le digo.
Enseguida llegamos a Tilff, donde nada hace presagiar la manta de nieve que caerá en pocas horas. Le agradezco a Germain que me haya traído, y le digo que le invitaría a subir a tomar la última, si no temiera que se me insinuase.
—¡Vete a la mierda! —responde, y los dos nos reímos con una risa perruna.