Julia y Chris han estado paseando por Kreuzberg con una amiga, y a las cinco y pico se acercan a nuestra casa, lo que nos viene bien porque tenemos tres metros cuadrados de pastel de ruibarbo con los que no sabemos qué hacer. Chris saca con entusiasmo de la estantería un libro que nos regaló Patricio hace muchos años. Son fotos de crímenes, tomadas en los años cincuenta por la policía de Los Angeles. Tiene un prólogo de James Ellroy, el autor de L. A. Confidential. «Estos reporteros se pensaban mucho las cosas —dice Chris—; hay fotos en las que ves claramente que han tenido que subirse a una escalera para hacerlas». Yo me imagino el diálogo con los policías que custodian la escena del crimen:
—Eh, oiga, ¿adónde cree que va con esa escalera?
—Apártense: soy fotógrafo.
Chris también lo es, y tiene un ojo rápido para los detalles significativos. Se detiene en una foto que muestra un monedero. Está completamente fuera de contexto, de modo que resulta difícil determinar con seguridad su tamaño: puede ser grande como un bolso, puede caber en un bolsillo. Ha sido atravesado por un balazo, que puede ser de un balín o de un cartucho.
—Sí, pero fíjate en la trayectoria: la bala va de dentro afuera. Seguramente su propietaria tenía dentro una pistola pequeñita, una Derringer.
Por diferentes motivos tanto ellos como nosotros nos hemos pasado el día picando, y nos apetece una comida consistente y humeante, uno de estos platos alemanes de carne fibrosa, patatas cocidas y salsa espesa. Hígado. Codillo. Estofado. Los llevamos a un sitio estupendo que descubrimos hace poco en la Wühlischstraße. La conversación es fluida. No hay ningún teléfono móvil sobre la mesa.
La amiga de Chris y Julia se llama Rachel (con pronunciación paroxítona). Trabaja en el servicio de lenguas de la universidad de Michigan. Vivió durante un tiempo en Grenoble, donde tuvo un hijo. Le irrita mucho que su hijo, que tiene pasaporte francés, no pueda beneficiarse de la protección social de Francia. En Michigan, sólo la guardería le cuesta mil dólares al mes, y todavía debe sentirse privilegiada porque lo normal son 1.600 o 1.700. Cuando dio a luz quiso hacerlo en casa con una comadrona, para evitar gastos, pero después de treinta horas de esfuerzos infructuosos tuvo que ir a urgencias. El niño acabó naciendo gordo y sano, pero la factura que le pasaron ascendía a 12.000 $.
—¡Es un disparate! ¿Cómo puede pagar eso la gente?
—No puede, claro —responde Rachel—. Paga con la tarjeta de crédito y se pasa el resto de la vida devolviendo el dinero.
Me imagino que estos días que está pasando en Berlín, Rachel ha tenido que cruzarse muchas veces con esas punkis que disfrutan de catorce meses de permiso de maternidad y veinticinco años de subsidio infantil, y pasan las tardes viendo jugar a sus hijos en el parque infantil y bebiendo latte machiatto. «Aquí resulta difícil imaginar cómo es vivir día a día en un país sin Estado —dice—. Cuando estuve en Japón, por ejemplo, no iba a los médicos estadounidenses para que mi historial no fuera almacenado en las bases de datos que consultan las compañías de seguros norteamericanas».
Luego habla del famoso plan de Obama para una cobertura sanitaria universal, que en la práctica es una simple obligación de contratar un seguro privado. Quedan eximidos los pobres de necesidad, que tienen derecho a la ayuda de Medicare. Son pocos los norteamericanos que no estén sujetos a una educación y una sanidad orientada al lucro. Sólo el estado de Vermont tiene un gobierno socialista con algo parecido a servicios sociales.
Y además está el asunto de la violencia. Es verdad que los informativos exageran a veces las implicaciones de los sucesos: en los últimos meses no se ha hablado más que del ébola y del Estado Islámico como si hubieran invadido ya todos los McDonalds de Estados Unidos. Pero en cambio, los tiroteos en colegios e institutos son algo cotidiano, y no llegan a los titulares a menos que haya dos docenas de muertos.
Le pregunto si no ha pensado en volver a Japón.
—Sí —dice Rachel—, me tienta mucho. En Tokio tienen incluso un colegio francés al que podría llevar a mi hijo. Lo que ocurre es que cada setenta años hay allí un terremoto bestial. El último fue en 1923, lo que significa que estamos viviendo en tiempo de descuento.
—Ya veo. Pero estarán preparados, ¿no?
—No puedes estar preparado para algo así. Los edificios modernos son antisísmicos, pero hasta ahora no han sido sometidos a una prueba parecida. El suelo llega a licuarse en seísmos de esa magnitud. Por otro lado, nunca sabes dónde te va a coger: quizá estás en la calle, o en el súper, o en un tren que casualmente pasa en ese momento por un paso elevado. Además, es probable que unos minutos después del terremoto Tokio sea arrasada por un tsunami.
Visto así, yo también elegiría el tiroteo, donde con un poco de suerte te dan en una nalga y puedes enseñársela a un reportero para que la fotografíe subido a una escalera.