Hace unos años —tres, cuatro—, cuando mi abuela Luisa todavía vivía y conservaba una memoria precaria y una atención intermitente, nos quiso hacer creer que había aprendido a leer en unos rótulos luminosos animados. Eran largas hileras de bombillas que, mediante un patrón predeterminado de encendido y apagado, daban la impresión de que se deslizaba sobre ellas un mensaje publicitario.
—¡Pero abuela, eso no se inventó hasta mucho después! ¡Haría falta un ordenador!
—Pues algo así habría, porque yo me acuerdo.
Los que la oíamos cruzábamos miradas piadosas. El panel había estado, decía, en la Puerta del Sol. Mi abuela atravesaba esa plaza a diario para ir al colegio de San Luis de los Franceses, que quedaba en la calle de las Tres Cruces haciendo esquina con lo que entonces era aún Jacometrezo. Aprendió a leer con siete u ocho años; sería, por lo tanto, cerca de 1925.
El fin de semana pasado Kathleen y yo fuimos a una exposición sobre el Berlín de los años 1920, en el Nikolaiviertel. Al final de la exposición proyectaban una película de 1925 titulada Die Stadt der Millionen. Era algo por el estilo de Symphonie der Großstadt (que se filmaría sólo dos años después), un poco menos esteticista, un poco más documental, aunque ya se dejara seducir por esos efectos yeyé de la lente caleidoscópica o la imagen superpuesta. En la película alternaban escenas de la vida cotidiana durante la República de Weimar con reconstrucciones supuestamente históricas del Berlín decimonónico. ¡Cuánto ha cambiado la vida! —pretendían decir esas contraposiciones—, ¡qué ridículos eran de antes!, ¡qué modernos somos ahora!, ¡qué rápido pasa el tiempo! Bueno, no tanto, a lo que parece, pues de repente, en una toma de Alexanderplatz o de la primitiva Postdamer Platz, la película nos muestra una fachada llena de anuncios luminosos, y entre ellos hay uno en el que las letras van deslizándose de derecha a izquierda, conforme se encienden y se apagan las bombillas. Mi abuela tenía razón.
Es más: si hubiera dicho que de pequeña había cubierto en tren 250 kilómetros en una hora, también habría tenido razón. Al menos la habría tenido si hubiera vivido en Alemania, donde para nuestro asombro existía ya en 1931 un tren de alta velocidad. La historia se cuenta en otra sala de la misma exposición: se trataba del Schienenzeppelin, un tren de un único vagón propulsado por una hélice, y que se hacía Berlín-Hamburgo en 98 minutos.
Si Marty McFly hubiese regresado al futuro el pasado día 21, cuando se le esperaba a comer, no habría visto coches volantes, ni patinetes que levitan, ni cazadoras que se ajustan y se secan solas. Lo que se habría encontrado es un mundo aún muy parecido al de 1985. Sobre todo si hubiera regresado al futuro en una ciudad de Valonia.
El otro día Kathleen y yo vimos en Netflix una película sobre cómo los ordenadores amenazan con dejar sin empleo a los humanos; terminaba, sin embargo, con una moraleja tan conciliadora como la de los artículos de tecnología de El País: se puede convivir con la alta tecnología, a condición de ponerla en su sitio. La película era de 1957.
Desde 1957 han aparecido muchos chismes nuevos que sirven para hacer cosas viejas: trabajar, cotillear, escribir, leer, ligar, comprar, aburrirnos. Muchos de los descubrimientos son variaciones de la telegrafía sin hilos, que se inventó hace cien años. La estereoscopia la descubren cada treinta o cuarenta años; luego se comprueba por tercera o cuarta vez que da dolor de cabeza, y se olvida. Lo próximo será descubrir que un faraón egipcio se llamaba Ipad Pro.