Ayer estuve en las jornadas de zarzuela de Cuenca, donde echaron una estupenda versión a lo Kurt Weill de
El sobre verde; el director de escena nos participó poco antes de la función lo orgulloso que estaba del montaje, y explicó que en el teatro las escenas vienen escritas y es en las transiciones donde tiene que «saltar la chispa». Entiendo que es en el hilván de los retales donde ha de buscarse lo específico de cada puesta en escena. Estoy hablando de esto en casa de mi hermano Nacho, que nos ha invitado a comer, cuando me interrumpen:
—¡Vamos, que nos vamos!
—Bueno —respondo— vámonos, pero que sepáis que aún falta una hora...
Nos ponemos a caminar a toda mecha. Adonde vamos es a ver
Reikiavik, de Mayorga. Un cuarto de hora más tarde pregunto si falta mucho.
—Estamos llegando ya al punto de enganche de bicicletas, que está detrás del auditorio. Luego es todo cuesta abajo.
—Ah.
Nacho y Eva se han sacado el abono del Bicimad e intentan amortizarlo cuando no salen a la calle cargados de churumbeles, pero quiere la fatalidad que hoy no haya más que una bicicleta libre en el perno. Nacho la saca y bajamos despendolados a Avenida de América, donde hay otras dos, aunque una de ellas se la está llevando un hipster en nuestras barbas. Pues vaya lata. En los últimos meses ha habido un montón de robos de bicicletas —«algunas han llegado hasta Rumanía», apuntan los servicios informativos, siempre rápidos en divulgar prejuicios—, y como el servicio funcionaba a la pata la llana el ayuntamiento ha terminado comprando la concesión. Se conoce que la empresa concesionaria ya ha desentendido del asunto, y a día de hoy se llega antes a los sitios montado en uno de los leones del Congreso que en una bici del servicio público.
Entre tanto son las cinco y media, así que les digo a Eva y Nacho que vayan saliendo y que yo iré en metro. ¿Adónde? Al teatro Valle-Inclán. Mientras bajo las escaleras mecánicas repaso las combinaciones: línea 4 a Diego de León, 5 hasta Callao y luego la 3 (pero el transbordo de Diego de León toma mucho tiempo); línea 4 hasta Argüelles y 3 hasta Lavapiés (pero son 15 paradas, y ya sólo faltan 20 minutos para que empiece la función); línea 6 hasta Pacífico y 1 hasta Antón Martín (¡no! ¡la línea 1 está en obras!); línea 6 hasta Manuel Becerra, 2 hasta Sol, 3 hasta Lavapiés... Las constelaciones de paradas son como partidas de ajedrez que uno le echase a la tarde. Según entro en el vagón me decido por una opción audaz: línea 6 hasta Legazpi y transbordo a la 2: son también muchas paradas pero un solo transbordo, relativamente cómodo, y por suerte cojo ambos trenes nada más llegar al andén.
Salgo dando boqueadas a la plaza de Lavapiés y veo que alguien me hace señas desde la puerta del teatro. Es una empleada, que me recibe con la urgencia de la azafata que está cerrando la puerta de embarque:
—¡Estamos a punto de empezar, suba al segundo piso! —dice, mientras me devuelve la entrada troquelada y, con el mismo giro experto de muñeca, me impulsa en dirección a la escalera. En la puerta de la sala un acomodador habla por un walkie-talkie: «¡el águila está en el nido!, ¡cierren compuertas!». Entro en la sala desfondado y una enfermera me deposita en el asiento que me corresponde; a lo lejos veo a Nacho y a Eva vitorearme:
—¡Parecías el cuarto actor!
La obra sólo tiene tres actores y yo venía a ser el cuarto actor que atraviesa como una exhalación la cuarta pared. Después de haber pasado por las jornadas de zarzuela de Cuenca, me desconcierta que no canten ni bailen. La obra me empieza a interesar cuando entiendo que, aunque sólo hablen de ajedrez, no trata de ajedrez. Son en realidad dos tipos raros que tratan de transmitir a un muchacho su pasión por encarnar a otras personas. Lo que ocurrió en Reikiavik en 1972 —el encuentro entre Fisher y Spassky— es inalterable y está escrito en un librito manoseado que los dos apasionados conocen de memoria. La victoria o la derrota no se puede cambiar, dicen; lo que sí se puede cambiar es el talante con el que se asumen. Es, en resumidas cuentas, una formulación grandilocuente y esencialista de lo que nos contó ayer el director de
El sobre verde. Pienso que Mayorga no tiene razón, que ni el teatro es una simple actualización de textos ni los papeles teatrales son vidas vicarias. El teatro también pueden ser muchachas que enseñan la liga mientras cantan coplas satíricas contra el gobierno, y también es su sufrido público, y un edificio con asientos de terciopelo y una
boîte en el sótano.
—Bueno, vámonos a casa, que hemos dejado a los niños con los abuelos —dice Nacho mientras tironea en vano de una bici que tiene el piloto verde. Media hora más tarde estamos en la glorieta de Atocha haciendo verónicas y gaoneras a un tropel de taxis ocupados.