Vino Nathalie Heinich a hablarnos de su último libro, que trata de los valores. De todos los valores: los valores de bolsa, los que se expresan en euros, los que hacen las manifestaciones y los que tienen los valientes. La socióloga dijo que había estudiado con especial atención los debates sobre las corridas de toros, y había llegado a la conclusión de que si en esos debates vienen repitiendo los mismos argumentos desde hace cien años es porque los taurófilos no consideran válidos los valores de los taurófobos, ni estos los de aquéllos.
Yo, huelga decirlo, no he leído el libro de Heinich, ni he dedicado a pensar en los valores una milésima parte del tiempo del que ella le ha dedicado. No obstante, hace ya varias décadas que en ciencias humanas puede uno decir lo que le brote sin tener que perder tiempo leyendo a los demás, fiándolo todo a la propia genialidad, que no por nada nos invitaron un día a una mesa redonda. Y así, con esa displicencia que es el Zeitgeist universitario del momento, yo me voy a permitir enmendarle la plana a una socióloga francesa.
No, señora. Es decir, sí, es verdad que los taurófobos no reconocen como legítimo el criterio de apreciación de los taurófilos, que es un criterio fundamentalmente estético; pero no es verdad que los taurófilos hagan abstracción del juicio ético de los antitaurinos. Yo tengo muy visto Tendido Cero —sobre todo como espectador pasivo, porque quien realmente lo veía, entre cabezada y cabezada, era mi abuela— y me doy cuenta de que la polémica de los toros se enquista en torno a un único valor, que unos entienden como absoluto y otros como relativo. En un rincón, el absoluto de no maltratar animales; en el otro, la cuestión relativa de hasta qué punto aceptar el maltrato de animales. Ver una corrida de toros de pe a pa es enfrentarse continuamente a esta cuestión desasosegante y bíblica.
Los tres tercios de la corrida son las tres rondas de negociación del abuso. A poco que el picador se ensañe, los aficionados le silban y le mentan la madre. Los taurófilos no aplauden cuando el toro sangra a chorros, sino cuando el torero se arrima a la bestia incólume y le saca siete pases seguidos. Un buen matador es el que fulmina al toro, y no el que pincha en hueso veinte veces, ni el que lo hace guardia civil, atravesándole la barriga para que se le salgan los menudillos y se desangre lentamente sobre la arena.
Yo soy vegetariano pero no estoy en contra de las corridas de toros. Al contrario: creo que hay que ir a verlas. Más aún: creo que los colegios deberían llevar de excursión a los niños para que las vieran. A día de hoy, la plaza de toros es uno de los pocos espacios en los que se puede ver de dónde procede la carne que comemos, y donde se nos plantea sin ambages si asumimos o no esa responsabilidad.
Las protestas antitaurinas suelen denunciar que la muerte de un animal se transforme en un espectáculo. Yo creo que —en este mundo, y no en un universo de ideas puras— conviene que la muerte animal sea un espectáculo; no para disfrutarlo, sino para devolverlo a la escena pública. Lo obsceno es, etimológicamente, lo que ocurre fuera del escenario, entre bambalinas, y el holocausto animal industrial, del que proceden las costillas, los filetes y las salchichas de nuestros supermercados, es conforme a esta etimología algo obsceno, algo que se realiza en lugares sin ventanas, alejados de los centros urbanos y difíciles de localizar en Google Maps. Ese secreto me parece peor y más denunciable que la espectacularización y la ritualización extrema de la muerte en una plaza de toros. Sólo cuando se hubiese abolido la producción industrial de carne tendría sentido empezar a pensarse en abolir las corridas de toros.
En las plazas de toros no rigen valores de excepción; lo que ocurre es que es uno de los rarísimos lugares en los que hoy se plantea abiertamente hasta qué punto se puede maltratar a un animal. ¿Cuánto es admisible que sufra un novillo durante la actualización de un rito secular? ¿Cuántos cerdos deberían vivir inmovilizados para que su carne tuviera un precio accesible? ¿Cuántos gansos del Canadá deben sacrificarse para controlar el equilibrio con las especies endémicas? ¿Cuántos linces atropellados pueden tolerarse por kilómetro de autovía? ¿Cuánta ansiedad es tolerable en el perro que nos hace compañía? ¿Cuántos pájaros silvestres aceptamos que cace el gato youtuber?
Contestar a todas estas preguntas «cero, nada, ninguno» supone trasladar el debate a una estación orbital.