Tirandillo

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Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 3 de julio de 2018

En principio iba a ser entrar y salir: quitar la bañera y meter una de esas cajas de ducha prefabricadas. Luego resultó que todo el alicatado de la pared estaba deteriorado y que lo más conveniente era quitarlo del todo. Ya puestos, la casera decidió tirar una falsa pared y cambiar el lavabo. También podría aprovecharse para pasar la lavadora al baño; lástima que ello fuera a suponer la reorganización de la instalación eléctrica de medio apartamento. Y así fue cómo me encontré con una montaña de tuberías, contrachapado y mortero en medio del comedor, y con un electricista que hacía regatas de un palmo de ancho en el techo del pasillo con algo que guardaba un parecido inquietante con un martillo neumático.

En los momentos en los que no he estado fregando, lavando ropa ni quitando el polvo he ido viendo Victoria, una película de hace un par de años que ha aparecido por Netflix, que tiene a la crítica entusiasmada y que acabó siendo un nuevo motivo de irritación en estos días de mugre y cascote.

Como no podía entender la alta calificación que tenía la película en Rotten Tomatoes, y como sé que a veces me obceco y paso por alto aspectos importantes de los relatos que consumo, me puse a buscar reseñas. Comprensiblemente todas elogiaban la actuación de Laia Costa, la protagonista. La crítica de The Guardian empezaba sentando que Victoria es algo más que un truco técnico, pero concluía contradiciéndose al afirmar que el éxito de la película se debía al plano-secuencia de 138 minutos. El Telegraph la presentaba como una suma de géneros que debería satisfacer a cualquier espectador, como si a todos nos gustara meternos cuatro caramelos distintos en la boca al mismo tiempo. El Financial Times declaraba, entusiasta, que el plano interrumpido daba licencia para desentenderse de la verosimilitud. La Frankfurter Allgemeine Zeitung dedicaba 6 de sus ocho párrafos a comentar las consecuencias narrativas del rodaje en un solo plano, y a comparar Victoria con otras películas que se impusieron esa misma condición; otro de los párrafos contenía una reflexión sobre el papel del espacio en el que se ambienta la trama (Berlín, época actual) que podría haberse llevado más lejos. Una revista de cine en línea (THiNC) definía la película como una «pesadilla logística», mientras que en Die Zeit se la celebraba como una proeza técnica y una variante refrescante —por lo cruda— en una cartelera saturada de producciones costosas, elaboradas y demasiado perfectas.  

Para todos estos críticos, la modalidad de la grabación no sólo es el mayor mérito de Victoria, sino que también subsume todo lo que en ella debe percibirse. Es una película que va de que está grabada en una sola toma. Por ello, resulta irónico que yo la haya visto a trozos y entre destrozos.

La Victoria del título es una veinteañera madrileña, pianista virtuosa, que desde hace pocos meses trabaja de camarera en Berlín y que, aunque abre la cafetería a las siete de la mañana, sale sola a bailar tecno hasta las tantas en boîtes sórdidas. Este currículo de Amélie Poulain malasañera, que a mí me deja perplejo, al recensor de Variety le parece perfectamente normal. A pesar de ello, este crítico es el único que, en un momento fugaz de su columna, va más allá de la técnica de grabación y alude al «fastidio existencial generacional y a la soledad transnacional» que desprende la cinta.

Esto es lo más cerca que los espectadores profesionales (también los de El País o El Mundo) están de detenerse en los perturbadores ingredientes sociales que contiene la película: un Berlín despojado de cualquier referencia icónica; una artista hastiada de competir que trabaja por 4 € la hora —aunque no acaba de quedarme claro por qué competía—; varios jóvenes de ascendencia turca que se consideran los auténticos berlineses y que están atrapados por fidelidades de grupo; diálogos que alternan entre el alemán, el turco, el español y sobre todo el inglés, pero en un inglés que para quienes lo hablan es segunda o tercera lengua, y que en ocasiones consiste en clichés de series y películas anglosajonas («you’re going to get well... stay with me...»). Para la crítica, todo eso ha quedado eclipsado por un experimento técnico que ni siquiera es demasiado novedoso.

¿Cómo se estará comprendiendo esta película fuera de las redacciones de periódico? A trancas y barrancas, creo yo, y no por culpa del público. Parece que el guión era muy esquemático y que los actores improvisaban grandes partes de diálogo: esto, que imprime naturalidad a la actuación, también despoja a los personajes de la profundidad que deberían tener para que sus acciones fueran mínimamente inteligibles.

La lectura que encuentro más fácil y coherente me parece también inquietante, porque reactiva y expande viejos clichés. Tanto los turcos como los españoles son, en Alemania, inmensas minorías de inmigrantes laborales. Los primeros llevan ya dos o tres generaciones en el país, y no acaban de salir del círculo vicioso que va y viene de la marginalidad a los prejuicios sociales; los segundos estamos llegando aún, y a través de Victoria tomamos el relevo del crimen y de la marginalidad.

El único momento sobrecogedor de la película es cuando, interrumpiendo una conversación de tonteo particularmente tonto, Victoria se sienta al piano e interpreta, durante una larga escena, parte de uno de los valses de Mefisto de Franz Liszt. Como Liszt, Victoria también llega a Alemania en su edad adulta, pero a diferencia de Liszt renuncia a participar en una cultura común y se precipita con entusiasmo en el submundo del hampa. 

Puede verse de otro modo: los personajes no representan nada, son sólo adolescentes tardíos faltos de fósforo que caminan por la vida como pollos sin cabeza. Curiosamente, esta es a la vez la lectura más positiva y más negativa de la película.

Puedo imaginar asimismo una recepción ambiental, una adhesión preverbal y puramente emocional al espacio representado, que es un Berlín, como digo, típico pero no tópico: el Berlín de los kioscos que abren toda la noche, de los ciclistas borrachos, de los treintañeros inmaduros y de los clubes oscuros emplazados en lugares imprevisibles. A esta categoría de percepción pertenece el espectador que comentó una de las reseñas en línea con la sentencia siguiente: «si no te ha gustado esta película es que no eres un auténtico berlinés».

Abandono los escombros de mi apartamento belga y tomo el tren a Berlín, donde, según Victoria vaticina, no tardaré en atracar a viejecitas y transportar cocaína en el estuche de mi ukelele. La ficción escribe destinos sociales y profecías autocumplidas. Otra cosa es que esto, a veces, se perciba como algo completamente distinto: como ejercicios de estilo o como odas a una ciudad.