El escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya va a hablar en la librería Passa Porta, de Bruselas, y me acerco con mi colega Kristine a escucharlo. Chaqueta de payaso, camisa de trotskista, dedos de charcutero, visajes de predicador y testa de Mussolini. «Alguien que escriba en inglés no forma parte de mi tradición», sanciona olímpico cuando le mencionan la última novela de Valeria Luiselli. Esto es lo mismo que creen muchos autoproclamados sociólogos de la literatura: el terreno de juego literario estaría escindido en diferentes espacios, limitado por fronteras políticas o lingüísticas. Algunos, más sagaces, precisan que lo verdaderamente importante no es tanto la lengua ni la nación, sino el mapa editorial. Castellanos Moya, al decir que Luiselli no forma parte de su tradición, estaría diciendo que no pertenece al mismo mercado editorial en el que se gestiona el valor simbólico y comercial de sus libros.
Pero luego Kristine le pregunta con qué libros siente estar más en deuda, y Castellanos Moya suelta una retahíla de autores del final del imperio austrohúngaro: Stephan Zweig, Max Brod, Karl Kraus; pero también menciona los diarios y memorias de varias aristócratas francesas del siglo XVIII como Madame de Sévigné y otras madames cuyo apellido no reconozco y no sé cómo escribir. Hace una pausa, revuelve los ojos y admite —con un énfasis que tanto podría traducir vanidad como embarazo—: «cuando me bloqueo leo a Sófocles».
Más tarde le preguntan sobre otras cosas, la emigración, Trump, los personajes masculinos, los personajes femeninos, el periodismo, la seguridad, el espionaje. Se lamenta de que ya no tengamos espacios de silencio para meternos en nosotros mismos, y cuenta cómo el otro día estaba almorzando en un aeropuerto, en Suecia, y una mujer hablaba por teléfono sin parar. Harto, decidió ponerse él a leer, también en voz alta —muy alta— la novela que llevaba en el equipaje de mano. Era una traducción española de Robert Walser.
Y todo esto, de todas maneras, nos lo contaba en inglés.