El tren que debería tomar se detiene en el andén de enfrente. Aunque arriesgase una multa atravesando el paso a nivel con la barrera echada no sabría como llegar hasta el tren: entre la calle y los vagones se abre algo que bien podría ser la batalla de Verdún. Ni siquiera si fuera Indiana Jones y supiera cómo encaramarme a una grúa llegaría a tiempo, por lo que me limito a contemplar estupefacto cómo mi agenda para la mañana se transforma en The Road de Cormac McCarthy.
Del tren que debería haber tomado ha descendido una chica que camina haciendo equilibrios por una fila de losetas, que es la única parte transitable del andén. Se detiene al llegar a una trinchera de la que salen los intestinos de las nuevas canalizaciones. Da una vuelta completa sobre sus pies y comprende que no podrá abandonar la estación sin escalar algo.
Me dirijo cabizajo a la parada del autobús. Odio el autobús municipal, porque cuando salgo de él me siento como si hubiera pasado la noche en un establo rodeado de mendigos. El último, obviamente, ha pasado hace tres minutos.
—Nos dejamos engañar como pardillos —dice un tipo que está sentado en la parada. Lleva un pantalón de chándal lleno de lamparones y una gorra de visera que pone «New York». En una mano sostiene un aromático purito y en la otra una lata de cerveza Perlenbach. En el suelo, junto a él, tiene una bolsa de Lidl, dentro de la cual intuyo más latas. Me cae simpático porque tiene la cara abotargada del Dr. John. Luego descubro que ni siquiera está esperando el autobús, y me cae más simpático todavía.
—Ahora —prosigue el Dr. John—, te digo una cosa: bastaba con que todo el mundo sacase a la vez el dinero del banco para que el sistema se fuera a tomar viento.
Yo le digo que estoy de acuerdo, y que en lo que a mí respecta ya he sacado del banco la mayoría de mi dinero para dárselo a la compañía alemana de ferrocarriles. Lo que ocurre es que estamos rodeados de pequeñoburgueses que no quieren que el sistema salte por los aires. Él aspira de su purito y ríe con socarronería:
—Claro que no. Están bien engrasados.
Gracias a él me entero de que las obras del puente de Tilff, que llevan anunciadas doce años, se han interrumpido porque ha quebrado la empresa española que debía proporcionar un anclaje de acero imprescindible.
—Como te imaginarás, habían cobrado por adelantado. Échales un galgo. Y mientras tanto, dejan que nuestros altos hornos se cubran de herrumbre.
Al Dr. John le revienta que con cada caso de incompetencia inverosímil se llene los bolsillos un regimiento de intermediarios. Él ha vivido en otros países, y no de los mejores, y en ninguno de ellos ha encontrado una densidad de parasitismo comparable a la de Valonia. Los proyectos de obras públicas se esbozan y se entregan, se evalúan y dictaminan, se enmiendan y se objetan, se rechazan y se paralizan, pero entre medias los consejeros y los peritos y los aparejadores y los concejales cobran cuotas y primas y tasas, y se desgravan gastos, y tienen comidas de trabajo que se extienden hasta la cena de trabajo. Entre tanto, el puente de Tilff sigue sin construirse, y hace quince años que el municipio le alquila al ejército una especie de mecano gigante que hace de puente provisorio y que ha habido que remendar y reparar una infinidad de veces. Pero mientras la gente no saque su dinero de los bancos tendremos que jorobarnos. Y eso que, de todos estos enjuagues, al final solo se conoce la mitad de la mitad. Él ya hace tiempo que ha dejado de confiar en la televisión, y pesca personalmente la información en internet. El otro día, sin ir más lejos, vio un documental que explicaba cómo la antigua civilización egipcia ya había domeñado la energía solar. El calor del desierto servía para fundir arena en grandes bloques de geopolímeros, que era lo que en realidad utilizaron para construir las pirámides. A fin de cuentas, ¿qué sentido tiene traer piedras de canteras lejanas cuando puedes fabricarlas en tu casa con un sencillo molde? Lo mismo habrían hecho los aztecas, y los mayas, y los incas, y los habitantes de la isla de Pascua.
—¿También los habitantes de la isla de Pascua? —pregunto, extrañado—. Mi cuñada estuvo allí y me mandó fotos de moais que habían sido abandonados a medio extraer, con el cráneo aún sumergido en la roca.
El Dr. John deja escapar una risilla oxidada y me mira como a un caso perdido.