Tirandillo

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Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Estábamos a puntito de cenar cuando descubrí que la hogaza de pan de espelta que había comprado dos días atrás ha sucumbido al moho imperialista. Aunque está lloviendo a cántaros, salto sobre la bicicleta y salgo disparado al súper, que está a punto de cerrar.

Llego empapado, y al ir a entrar caigo en la cuenta de que no me he traído la mascarilla preceptiva. No tengo tanto miedo a que me echen como a sentar mal ejemplo y a ser percibido como uno de esos asociales recalcitrantes que se niegan a proteger al prójimo de sus miasmas.

Una amiga de Kathleen escribía esta semana en Twitter que le pidió a un tipo en el metro que se pusiera la mascarilla, y que otro tipo le respondió que lo dejase en paz y que de todos modos esperaba que una zorra asquerosa como ella muriera pronto. Yo no quiero ser ninguno de los dos tipos.

En circunstancias análogas me he llegado a poner, como ersatz de mascarilla, un gorro del niño, descubriendo que ajustaba bastante bien y no deformaba las orejas. Pero hoy no tengo al niño a mano para quitarle prendas de ropa. Cuando ya estoy cavilando en cómo sacarme los calzoncillos sin quitarme los pantalones caigo en la cuenta de que llevo puesto el chubasquero intergaláctico que compré a regañadientes el verano pasado. Si subo la cremallera hasta arriba, me tapa hasta la nariz. Es cierto que tampoco me deja respirar, pero así se reduce todavía más el riesgo de contagio en estos tiempos tan pandémicos y tan poco celestes.
 
Entro, pues, en el súper, pseudoenmascarado y semiasfixiado, aunque satisfecho de estar señalizando simbólicamente mi intención de respetar el nuevo contrato social. Meto varios panecillos en una bolsa de papel y me dirijo a la caja, pero entonces pienso que sería un punto comprar judías pintas para hacer chili sin carne, y en el pasillo de las conservas me topo con un individuo que también se ha olvidado la máscara. Como, por suerte o por desgracia, él no tiene un chubasquero de gilipínfanis como el mío, ha tenido que aguzar el ingenio. Se conoce que pensó en sostener delante de la boca un pañuelo de papel, pero reparó en que necesitaba una mano para sostener la cesta de la compra y otra para escoger los productos; por eso, tuvo la brillante idea de sujetar el pañuelo mordiéndolo desde atrás. De algún modo funciona, aunque parece que se hubiera comido furiosamente una madalena sin pelarla. Si tose, proyectará un pañuelo lleno de gérmenes sobre la persona que se halle más cerca, pero mientras no le dé la tos este caballero está cumpliendo su deber cívico con auténtica heroicidad.



Cuando llego a la caja, el cajero me dice que no me preocupe, que puedo dejar de hacer el indio y sacar las narices del chubasquero. Yo —que no puedo hablar por impedírmelo el chubasquero propiamente dicho— le hago entender con gestos que no, que también yo quiero ser un mártir de la prevención sanitaria.

—De verdad, si es igual —dice él—; mire, yo me quito la mía. 

Y se la quita.

El caso es que, si uno deja de pensar por un momento y le pasa los mandos a la intuición, la reacción se comprende. Es el mismo principio que está detrás de los achuchones, de rular la litrona y de los besos con lengua: la cercanía emocional se traduce en cercanía física, el cariño se expresa arrostrando el peligro biológico, la confianza da asco. El mismo gesto puede tener dos sentidos diametralmente opuestos: hay gente que no se pone la máscara para que te mueras, y hay gente que se la quita para hacerte sentir bien. Todo el busilis está en saber quién es quién.