En el último minuto mi cuñada nos anunció que se acercaría en coche, desde Hamburgo, para celebrar mi cumpleaños. Al principio me sorprendió este rasgo de cordialidad heroica, este cariño súbitamente descubierto que saltaba por encima de todas las recomendaciones de Baja Sajonia para el control de la pandemia. Luego, cuando llevaba ya varios días sin cumplir años y seguía viéndola tricotar delante de nuestro televisor, entendí lo que ocurría en realidad. Mi cuñada se había fugado de casa.
Hace cosa de un año, mi cuñada y su marido decidieron alquilar por Airbnb una de las habitaciones que tienen libres. Creyeron poder sacar así un dinerito y durante unos meses se las dieron de cucos. Alentados por el éxito inicial, pensaron que sería una buena idea utilizar los contactos que conseguían a través de Airbnb para hacer contratos de subalquiler de larga duración a espaldas de la plataforma. Y, como la avaricia rompe el saco, se encontraron con que de repente vivía en su casa un señor desconocido.
Yo pasé algunos meses en un piso compartido y recuerdo haber visto unos restos de comida tan pegados a la cacerola que hubo que tirarla; el novio de una chica que vivía allí escalaba la fachada para entrar por la ventana, arrancando de paso los cables del teléfono; alguien rompió el aspirador de Kathleen en una sesión de parafilia y yo mismo tiré una taza de café —llena— contra una pared que hasta ese momento había sido blanca.
En comparación, lo que hace el subinquilino de mi cuñada es lo que haría alguien con unos modales exquisitos: meter los platos en el lavavajillas conforme a un sistema propio, intentar calentar una cazuela de barro en la placa de inducción, olvidarse de posar los vasos en los posavasos, pasar de cambiar las fundas del edredón nórdico y dejar en cualquier parte los canutos del papel higiénico. Lo más raro que puede achacársele a este individuo es que, en cuanto entra al aseo, tira de la cadena. Parece que en Irán, de donde procede, se tira de la cadena para espantar a las serpientes; en Hamburgo, la reacción que deberían tener las serpientes la tiene mi cuñada.
Y es por esa razón por la que mi cuñada ha deshecho su maleta en la habitación que tenemos libre, ha transformado la mesa del comedor en su despacho, mete los cubiertos donde buenamente cree que debe meterlos y tiene puesta de la mañana a la noche una cadena de radio que echa exclusivamente música navideña. Es verdad que también recoge al niño de la guardería, y que cada día se pasa un buen rato entreteniéndolo, por lo que esta semana casi he podido hacer mi trabajo medio bien. Pero no me renta —como me dicen que se dice ahora— tener que escuchar todos los días a George Michael cantando Last Christmas I Gave You My Heart. Así que he empezado a repasar la lista de cumpleaños de mis amigos capricornio —tengo muchos amigos capricornio—, y estoy intentando determinar a cuál quiero menos para hacerle una visita sorpresa.