Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 9 de diciembre de 2021

 Fuimos a una oficina municipal a hacerle el pasaporte a Óscar. Junto a la ventanilla había un expositor de tarjetas de donantes de órganos. El principio es simple: uno firma la tarjeta, la mete en la cartera y, en caso de accidente, el equipo médico cuenta con la aceptación expresa del interfecto para sacarle los menudillos. Le pedí a Kathleen, que estaba más cerca, que me tendiese una. Me dijo que no, medio en broma; sé que la espantaría aceptar ese procedimiento en sus seres queridos, que para ella se asemejan a una mutilación. 

Antes de salir, aprovechando una maniobra de distracción de Óscar, deslizo una tarjeta en mi bolsillo.
 
Al ir a firmarla, no obstante, vacilo. Me detienen varios considerandos. El primero de ellos, desde luego, es que la decisión no me compete solo a mí mismo. Creer que el cuerpo de uno sólo es de uno es igual de mentecato que creer que el cuerpo de los demás también es de uno. En algún lugar paradójico entre esas dos posiciones mutuamente excluyentes se encuentra la verdad de nuestra convivencia.

¿En nombre de qué bien mayor, en caso de tener una muerte violenta, le añadiría a Kathleen un dolor suplementario? En nombre de la Humanidad, por supuesto; pero por esa rendija se cuelan las demás preguntas. ¿Cuánta confianza estoy dispuesto a depositar en la Humanidad? ¿Cómo de incondicional sería mi donación? No tanto como propone la tarjeta, desde luego. La tarjeta permite reservarse algunos órganos, como cuando uno sale del restaurante y se lleva en una barquilla de aluminio los restos de la familia diciendo que son para el perro aunque en realidad son para la suegra. Para la suegra uno puede reservar, en caso de muerte sobrevenida, la vesícula biliar —es un ejemplo— o el intestino delgado. Hay quienes deberían donar su hígado a un museo, porque con él ejecutaron proezas verdaderamente épicas. Otros deberían donar a un museo... En fin, dejémoslo. 

Yo no querría reservarme órganos, sino reservar para mis órganos el derecho de admisión. Querría tener la opción de indicar el tipo de receptor que deseo para ellos. A un niño, por ejemplo, siempre le concedería el beneficio de la duda, pero temo que los niños calcen órganos varias tallas más pequeños.  

Es una lata estar muerto en el momento en el que uno mejor podría decidir sobre algo tan trascendente. Lo que a mí me gustaría es poder recorrer la lista de enfermos y tomar una decisión informada, con la misma parsimonia con la que los millonarios deciden el tipo de causa supuestamente altruista en la que piensan invertir parte del dinero que no pagaron al fisco.

Me imagino revolviéndome en mi tumba mientras mis pulmones van por ahí conduciendo un SUV, espantando a manteros, troleando a las escritoras y cortando cochinillos con el canto de un plato de loza. Mi mano se desenterraría mágicamente, como en la leyenda becqueriana, para hacer a ras de suelo un elocuente gesto de disconformidad.

Lo que yo desearía es poder customizar mi tarjeta de donante y añadirle cinco líneas rojas, cinco requisitos innegociables para mi coalición con el futuro legatario: que vote a la izquierda del centro izquierda, que no tenga coche, que no viva en una vivienda unifamiliar, que sea vegetariano y que no diga «es la tormenta perfecta». De lo contrario, amiguito —escribiría con mucha mala sombra en una nota al pie—, vas a tener pedirte los pulmones por Amazon.

—Menudo malqueda —dice mi interlocutor imaginario—. ¿Qué más te dará, si de todos modos vas a estar muerto? Piensa un poco en los demás.

Precisamente, yo pienso mucho en los demás. Me paso el día pensando en los demás, y en lo poco que los demás piensan en los demás. Pienso en cómo los demás aparcan su carro blindado en los pasos de cebra e invierten distraídamente en fondos buitre mientras mastican el penúltimo atún rojo. Quizá los demás acepten que les extirpen algunas vísceras cuando ya no puedan seguir dando la lata, pero eso no significa que alguna vez hayan pensado en los demás.



Como mi interlocutor es imaginario, lo transformo en interlocutora y la visto de Sakura Haruno, la heroína del manga preferido de mi sobrino.

—¡Si actúas así te convertirás en alguien idéntico a ellos! —me dice Sakura, componiendo un delicioso gesto de espanto.

Quizá; pero si pongo mis entrañas en dominio público me convertiré en algo peor que alguien idéntico a ellos, y es en ellos mismos.

Sakura, pensativa, se enrosca tras la oreja uno de sus mechones rosa. Pasados unos instantes de vacilación, se pone de pie y se ajusta las rodilleras, como disponiéndose a una ofensiva.

—Tienes razón —dice—. Hay una alta probabilidad de que donar tus órganos sirva únicamente a la lógica extractiva del neoliberalismo económico. Los pobres siempre han dado su cuerpo a los ricos. A los ricos, los cuerpos vivos les importan solo dentro de un reducido radio de clase.

—Bueno, bueno, tampoco hay por qué ponerse estupendos.  

—La donación de órganos es un simulacro de redistribución por el que los atropellados, los desinformados, los mal asesorados, los que se suben al andamio prolongan las vidas de quienes atropellan, de quienes informan, de quienes asesoran, de quienes trabajan en cómodos despachos de madera de cedro y sillones ergonómicos.

—Sakura, hija, te estás saliendo del guión…

—¡El momento de la filantropía ingenua ha terminado! ¡Quien aspire a heredar el corazón del prójimo debe preocuparse por el prójimo mientras su corazón aún late! ¡La socialización de los cuerpos muertos no es admisible mientras no se socialicen los medios de producción!

Sakura Haruno levita a un palmo del suelo. Un viento que parece surgido del centro de la tierra le revuelve la cabellera y arremolina en torno a ella hojas de cerezo. Sakura Haruno tiene la pose de un mural soviético y la mirada extraviada de una virgen mártir.

Esto se me está yendo de las manos.