Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 8 de marzo de 2022

Los fines de semana siempre tenemos que estar malo alguno: unas veces es el niño, otras Kathleen, otras yo. Si no podemos ponernos malos nosotros, llamamos a mis suegros o a mi cuñada para que vengan y enfermen. A veces, alguno está malo por partida doble. Un fin de semana que corremos el riesgo de estar sanos todos, voy al dentista para que me desgracie. Pero todo, a fuerza de repetirlo, cansa, incluso lo desagradable, por lo que un fin de semana de finales de febrero, en lugar de regresar a Hannover a toser, saco un salvoconducto —tenía todos los papeles caducados— y me subo a un avión.

Desembarco en Madrid tras dos años largos de ausencia. Lo encuentro todo cambiadísimo. Ahora son otros todos esos comercios que, la última vez que estuve, ya no eran los de toda la vida.

Como he caído en pleno carnaval, me disfrazo de escritor. Llamo a Alberto, que, para seguirme la corriente, se ha disfrazado de agente. De agente secreto y literario.

—Estoy en Madrid —le digo.

—Muy bien —responde—; espera instrucciones.

Entro en una librería y veo involuntariamente uno o dos ejemplares de mi novela perdidos en el piélago de papel. Todas las novelas, en realidad, están igual de perdidas (con excepción de las de una tal Megan Maxwell, pseudónimo de una española que escribe cosas subidas de tono, y de las de Gómez-Jurado, cuyas pilas hay que escalar antes de poder entrar en cualquier librería). Casi todos, repito, estamos igual de perdidos, e intuyo que casi todos envidiamos la suerte de la novela de al lado, sin saber positivamente nada de ella.

—Es normal —me dice Alberto, quitándole hierro—. Es que hay tanto ruido...

—Ya —le digo, pero sin demasiado énfasis, porque me parece que quejarse del exceso de publicaciones es como estar metido en un coche quejándose del tráfico. Y no digamos ya si uno ni siquiera va en coche sino en burrotaxi.

Luego abro la prensa y leo boquiabierto lo que escriben Daniel Gascón, Paula Corroto o Manuel Jabois y me digo que debe de ser bonito practicar esa escritura, sentado en la cresta del presente, con el portátil en el regazo, en la confluencia de todas las ondas del planeta.

Pero otra voz me dice que nadie escribe en esa posición, o que esa posición, a la larga, entumece las piernas y da calambres en las cervicales, y que todos preferirían adoptar la posición del de al lado, ignorando que la ergonomía es un mito y que, cuando se trata de escribir, no hay posición buena. Lo que equivale a decir que no hay posición mala.

No hay posición mala en el damero literario. Yo escribo en una lengua que no es ninguna de las tres del país en el que vivo, y vivo, por mis pecados, en su provincia menos fotogénica. Pero presiento que esa incomodidad enardece la avidez de los escritores metropolitanos, que ya empiezan a descubrir en su sociedad chic de ferias y autógrafos dejes de apoltronamiento pequeñoburgués.

Entonces llega el miércoles de ceniza, me quito la máscara y dejo que el agente secreto me persigne en la frente con la carbonilla gris de los libros muertos. Regreso a mi larga cuaresma funcionarial, ayuno de lecturas, y sonrío imaginando que esos escritores metropolitanos se me representarán huyendo del calabobos bajo la rechifla de los carillones; departiendo con jóvenes ancianos que estudian los siete dialectos del Brabante; echando alpiste en el breve abrevadero de los herrerillos; esquivando la bicicleta del capellán de birreta; friendo huevos en una buhardilla que parece un palomar; haciendo, en fin, mil cosas pintorescas y literarias que permanecen vedadas a los urbanitas.

Y todo es exactamente así, pero peor.