Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 2 de junio de 2022

Treinta y seis horas después de la última intervención bélica en mi dentadura, y a pesar de tres paracetamoles y un ibuprofeno, mi jueves seguía siendo algo demasiado delicado que había caído desde una altura demasiado elevada, así que lo di por irreparable, metí al niño en el remolque y me lo llevé al parque infantil del Eilenriede (aquel en el que, en episodios anteriores, a Kathleen no le robaron el teléfono móvil).

Óscar aún no acaba de fiarse de los toboganes. Los mira con mucha circunspección, los golpea como calibrando su estabilidad, y solo tras muchas vacilaciones consiente en tirarse, pero a condición de que yo lo lleve de la mano como si fuera la anilla del autobús.

—Si esto es muy fácil —le digo—. Mira lo bien que lo hace ese... esa...

Le doy vueltas durante varios segundos, sin encontrar el término exacto: no es necesariamente un niño, tampoco una niña, y es demasiado grande para calificarlo de bebé. Sus padres lo han vestido con unos colores tan neutros y lo han abrigado tan insólitamente en esta tarde de junio que debo rendirme a la evidencia:

—Mira lo bien que lo hace ese niñe.

Es la primera vez que utilizo esa flexión, y me da tanta vergüenza que, si me hubiera oído alguien que no fuera Óscar, se me habría caído la cara mientras, por no saber dónde meterme, me tragaba la tierra.

Luego, durante esos segundos desabridos que quedan entre salvar a mi hijo de los peligros que lo acechan y salvar al mundo de los peligros que él provoca, reflexiono y me digo que tampoco es para tanto. Ya está, «el niñe», lo he dicho, ¿qué pasa? Cortar de vez en cuando el nudo gordiano del dimorfismo morfosintáctico del español no me convierte en un enemigo de la gramática, digo yo. Y además (eso no es una araña, Óscar, es una mosca, y no hace nada), igual un parque infantil no es el mejor lugar para andar esforzándose en determinar en el papel que podría jugar en la reproducción cada persona con la que nos cruzamos.

Al final, esa es la madre del cordero (la araña tampoco te iba a hacer nada, tenía más miedo que tú). Una lengua no es sexista —o no es más sexista que marxista, capitalista o adventista de séptimo día, como gusta de puntualizar Álex Grijelmo—, pero sí nos obliga a prestar atención a ciertas cosas, como los caracteres sexuales, que no siempre tienen por qué parecernos relevantes. Este era el argumento con el que los lingüistas Roman Jakobson y Franz Boas matizaban la famosa tesis de Sapir y Whorf sobre el influjo que tiene la lengua materna en la percepción de la realidad. Una lengua permite expresar todo tipo de pensamientos, pero también impone la expresión de ciertas cualidades. Como resume Guy Deutscher en El prisma del lenguaje, si una lengua influye en la mentalidad de sus hablantes no es por lo que les permite decir, sino por el tipo de información que les obliga a considerar.
 
Vuelvo a leer estos días sobre ello en un trabajo de fin de grado singularmente bueno, cuyo autor cita varios estudios experimentales en los que se demuestra que el masculino genérico fomenta representaciones imaginarias androcéntricas: sexólogos de sexo masculino, barones varones y hombres-orquesta hombres. Esto no necesariamente confirma la tesis de Sapir-Whorf, porque recuerdo haber leído un artículo (una cosa es que no les tengas miedo a las arañas, y otra que te las comas) que constataba las mismas representaciones mentales entre quienes leían una frase por el estilo de «una estrella de la cirujía ha culminado el primer transplante ocular», en cuyas cabezas la estrella devenía en estrello. Y, por supuesto, muchos hablantes de lenguas sin género asumen que los hombres-orquesta, los barones y los sexólogos son, en principio, señores.
 
Ahora bien, estos experimentos se suelen centrar en las denominaciones de profesiones, y me termino preguntando (si te vas a tirar por el tobogán, gordito, a lo mejor tienes que soltar la pierna del niñe; y luego dirán que los teléfonos móviles nos distraen, ¡me río yo de los móviles!, ¿qué estaba yo diciendo? Ah, sí, «me termino preguntando»), me termino preguntando si no convendrá aceptar de entrada que la disyuntiva entre masculino genérico y lenguaje inclusivo no es igual de relevante en todos los contextos.  

Porque las implicaciones o las repercusiones sociales son distintas cuando uno habla de «genios», de «científicos» o de «políticos» que cuando uno habla de «vecinos», de «espectadores» o de «niños». Es más (los pies primero, Óscar; cuando seas mayor de edad te podrás tirar por el tobogán de cabeza): en contextos como este parque infantil, hablar de padres que cuidan a sus hijos, aun pensándolo como masculino genérico, podría favorecer la implicación de los varones en la crianza.

En esta pelea de perros en la que se ha convertido el debate sobre el sexo de la lengua casi todo el mundo va con todo y se azuzan soluciones sistemáticas y maximalistas: las duplicaciones a gogó y a gagá, el femenino genérico a machamartilla o el truquillo este de les niñes, que tiene la virtud, con todo, de ser lo más económico y lo que menos relieve da a la entrepierna. Pero el esfuerzo cognitivo que exigiría aplicar sin excepciones cualquiera estas propuestas no siempre será igual de rentable en términos políticos. Yo mismo acabo de decir «niñe» porque me agotaba y me incomodaba decidir el sexo —o el género culturalmente construido— de una persona de reducido tamaño y corta edad. A veces (deja de echarte arena por encima, bonito, que luego te pica el culo y no sabes por qué), a veces nos obcecamos en defender soluciones coherentes y sistemáticas como si el resto de nuestra vida no fuera ya el puto caos.