Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 1 de septiembre de 2012

El otro día me encontré a Danielle B. en una cafetería enfrente de la facultad.
Cuando «el otro día» significa «el año pasado» es que uno ya está talludito. Si «el otro día» significa «en 1996», lo más probable es que al alcance de la mano encontremos un botón para llamar al celador y pedir que nos traiga la cuña. Total, que el otro día me encontré a Danielle B., una catedrática de literatura francesa que ya se pintaba los ojos como Amy Winehouse treinta años antes de que Amy Winehouse (q.e.p.d.) viniese al mundo. Le pregunté que qué tal andaba, y me dijo que mal, que odiaba corregir exámenes.
Es natural que uno sienta mala conciencia al traducir en cifras la compleja multiplicidad de saberes, aptitudes y potencialidades de los estudiantes; la infalibilidad del catedrático es esencialmente anti-universitaria, y hacer de la evaluación la culminación del aprendizaje tiene efectos didácticos nefastos. Algo así debí de responderle, ya digo que hace tiempo de aquello, y desde entonce he tenido muchas ocasiones de comprobar que después de todo también hay algo de pedagogía en el cerapio. Sea como fuere, Danielle se echó a reír y me dijo:
—No, no es eso. Es que me aburre.  
Luego he descubierto que esto le pasa a mucha gente, que le aburre corregir exámenes. En cambio son muchos los profesores a los que les gusta leer tesinas. Dicen que tienen más intríngulis, y que están mejor escritas. Yo esto lo entiendo, pero no lo comparto.  
En un examen uno puede aprender cosas fascinantes. Por ejemplo que la zarzuela sigue a la jarcha y no sólo trata de chicas, sino que a veces también trata de paisajes; o bien que San Juan de la Cruz era un hombre que prefería estar solo; o incluso que la greguería es como se llama en España a la guerra civil. Un examen es una respuesta a una pregunta que yo he hecho, y lo leo y me parece bien o mal, y leo ochenta y siete y entro como en trance, y cuando me quiero dar cuenta empieza Informe Semanal. En cambio, al pobre autor de una tesina yo no le he preguntado nada. Una tesina me hace el efecto de una pareja de mormones que llama a tu puerta un sábado por la mañana, o de un mendigo alcoholizado que te para y te cuenta que cuando era chico su madre le daba todo el rato huevos moles porque creía que estaba anémico, y lo que pasa es que cada vez que salía a la calle y veía a una señora se le alegraban las pajarillas. Pues bueno, hay que ver, y a mí qué me cuenta. Con la misma indecisión con la que un galeote echaría mano al remo, abro la enésima tesina:
«En otro pasaje del ensayo, Aira prosigue, al aplicar su idea a la práctica literaria de Copi: “en Copi no se trata nunca de la vertical del sentido, sino de la horizontal del funcionamiento” (id. 68-69, subrayados nuestros) y al usar esta vez el presente de la afirmación, que permite al locutor dar la impresión de “faire entendre la vérité à travers un point de vue desincarné” (Amossy 2010: 194)».
Cien páginas así. Enseguida me entra la angurria y noto la tensión en los músculos oculares; si les diera rienda suelta se desbocarían y saltarían de una esquina a otra de la página. Para evitar distraerme me pongo a leer en voz alta, pero aun así una parte de mí, no sé si el cuerpo astral o qué, se desgaja y sale a dar vueltas por el piso, como al final de Contacto, cuando Jodie Foster viaja a Torremolinos a través de un agujero de gusano, y yo me puedo ver a mí mismo silabeando la tesina y entendiendo cada vez menos: «Primero: el continuo es una característica esencial del procedimiento y por lo tanto de la literatura. Tiene dos atributos que le están correlacionados: la velocidad y la facilidad...»