Me encuentro a Michel W. en una defensa de tesina. Alguien lo definió hace poco como «una persona que se quiere mucho», y quien lo conozca entenderá de inmediato que es un rasgo característico, como para otros un lunar velloso o unas cejas picudas. Hoy me ha contado, dándose mucho tono, un par de hazañas traductológicas. Una vez tradujo un largo y complejo texto jurídico alemán, corrigiendo lo que previamente le había traducido un negro. El autor del original no daba crédito:
—¡Es increíble, Michel! ¡Has entendido el texto exactamente, casi mejor que yo mismo!
—Ah —respondió Michel—, es que yo comprendo las palabras.
En otra ocasión le enviaron algo de Tabucchi: recibió el original a las 4 de la tarde, y a las 8 envió la traducción.
—Es una cuestión de sensibilidad. Mi mujer me preguntaba «¿es que tú nunca miras el diccionario?» No, nunca lo miro: lo importante es compenetrarse con el texto.
Y mientras dice estas cosas hace como si amasase con las manos un pan invisible.
En otra ocasión tuvo un mes en casa al autor argentino Daniel Esteban H., mientras traducía un libro suyo. De vez en cuando se le acercaba con el volumen y le preguntaba qué quería decir un pasaje concreto. El novelista lo releía, afilaba un lápiz, tachaba el pasaje y escribía otro encima.
Aprovechando una pausa que ha hecho Michel para respirar, le he dado las gracias por sus sabios consejos y me he despedido hasta otro rato. Luego he terminado de recolocar el despacho, para lo cual he aplicado sin contemplaciones mi teoría de que el desorden es directamente proporcional a la extensión de las superficies horizontales.
Hasta ahora creía que el edificio se había construido alrededor de una mesa que había en mi despacho, pero después de mucho bregar he conseguido sacarla por la puerta. La he dejado en el descansillo de la escalera, donde no molesta porque es el último piso; le he preguntado a Martine si tengo que llamar a alguien para que la recoja, y me ha dicho que mejor que la deje donde está, porque así los estudiantes tendrán un sitio en que sentarse.
Después me he puesto a trabajar de nuevo, espantándome a manotazos una mosca que había entrado mientras ventilaba. De repente he oído un chasquido y la mosca ha caído muerta sobre la alfombrilla del ratón. Muerta pero de pie, como el Cid Campeador. Era una mosca verde y enorme; se conoce que con tanta inmundicia como hay aquí se había puesto rolliza. Pero ya se le ha acabado el jolgorio. La causa de su muerte es misteriosa y digna de investigación.