Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Fin de semana ferroviario. Para empezar, ocho horas de tren a Leipzig, entre Thalys e ICE. La compañía alemana de ferrocarriles vende por separado el billete y la reserva de asiento; como me he cansado de discutir con los interventores y me niego a pagar los 4 euros suplementarios de la reserva, he resuelto llevar siempre conmigo un taburete plegable —que, por cierto, sólo costó 3 eurípides del año 2004—. Me repantingo, abro el portátil y empiezo a trabajar. Unas adolescentes me hacen fotos con el móvil, los universitarios que vuelven a casa para el fin de semana me aplauden y me dan lo que se conoce como muestras de su apoyo, la revisora no puede evitar enamorarse de mí visiblemente. Mentira: la revisora me cobra 15 euros de recargo porque —explica— en Bélgica me vendieron un billete para un trayecto con más transbordos. ¿No puedo evitar pagar más si me bajo antes? Imposible: la siguiente parada ya es Frankfurt, donde debo coger el siguiente tren. Paso por las horcas caudinas, con la arrogancia de un Séneca o un Espartaco, y la seguridad de haber obtenido de todos modos la victoria moral. Una mujer me ofrece su asiento, que rechazo olímpicamente: aquí estoy bien. A pocos metros un niño me señala con los ojos desorbitados: «¡Mamá, ¿qué es eso?! ¡¿Por qué nosotros no tenemos uno?!» Claramente en esto de los taburetes plegables hay un nicho de mercado para el español que lo sepa explotar.
Llego a Leipzig ya de noche cerrada, y me reconfortan con sopa de gulash. Al día siguiente celebramos el aniversario del tío de Kathleen, que se llama Jürgen. Esto de los cumpleaños en Alemania es cosa seria, sobre todo cuando la cifra es redonda y simbólica, como es el caso. Muy de mañana cogemos un cercanías hasta Oschatz. Allí abordamos otro, con una locomotora de vapor. Jürgen ha reservado un vagón entero, en el que nos aguardan dos cajas de cerveza Krostitzer y botellines de licor. Sus amigotes toman posiciones, y aún no son las 10 de la mañana. En el vagón correo despachan salchichas grandes como el brazo de un párvulo. El maquinista me deja subir a la locomotora, mirar dentro de la caldera y tocar el silbato.
La locomotora atraviesa con paso trotón varias localidades endomingadas, y al cabo de una hora o cosa así nos suelta en un apeadero, entre campos de labranza. Caminamos hasta una taberna en la que comemos soljanka y schnitzel. Cuando retiran los platos un reloj provinciano da las doce. Nuevo tren, esta vez con tracción diesel, hasta Glossen. Allí hubo una mina de cuarcita, que hoy gestiona una asociación de voluntarios como atracción turística. Para visitarla hay que montar en un trenecito minero que parece salido de un parque de atracciones: lo tira una máquina de gasóleo con apenas veinte o treinta caballos de potencia, fabricada en 1956 por la fábrica «Karl Marx» de Babelsberg; discurre por una vía de 60 cm de ancho, a través de un hayedo, hasta lo que un día fueron los yacimientos de superficie. Estas instalaciones proletarias, arruinadas tras la Reunificación, suscitan hoy la curiosidad y el orgullo locales. Jürgen y sus amigos adquieren y restauran maquinaria industrial de hace cincuenta años con nostalgia indisimulada. A las seis de la tarde estamos en el tren de vuelta, y se han agotado las cervezas.
Domingo: dos horas de lectura, otro schnitzel, IC a Hannover, ICE a Colonia, veinte minutos para comer tallarines con pollo, ICE a L***, una hora y media de espera absurda en la absurda estación de Calatrava, y el último tren regional a T*** ya pasamos de cogerlo y nos vamos en autobús.