Tras la desintegración del Imperio, la provincia cayó bajo la férula de un obispo con prerrogativas de príncipe, que edificó un palacio opaco e impenetrable junto al santuario carolingio de San Lamberto, que crecería de manera apenas interrumpida durante los periodos románico y gótico. Nada hacía presagiar que la Ilustración llegaría allí con la potencia e inmediatez de una riada: situada enfrente del palacio del príncipe-obispo, la catedral era sobre todo un símbolo de opresión política. Los revolucionarios prendieron fuego al coro, y cuando éste se extinguió desmantelaron los tejados y derribaron la mampostería, y cuando ya nadie podía reconocer que allí se había erguido la nave más grande de occidente demolieron lo que quedaba en pie, y durante quince años desbarataron sistemáticamente las ruinas, y sobre terreno que quedó al descubierto no se construyó nunca más nada, y luego hubo algo parecido a una plaza, y más tarde la arrasaron y acabaron construyendo un intercambiador de autobuses.
Algún iluminado municipal quiso conservar, pese a todo, una actualización constante de la destrucción, y fue así como se erigieron catorce pilares de acero en los lugares exactos que doscientos años antes habían ocupado las columnas del templo, catorce obstáculos sin utilidad ni estética que evocan las dimensiones estremecedoras de aquel refugio de la venalidad y la superstición.
El terreno dejado por la catedral sigue siendo el corazón simbólico de una ciudad descorazonadora, y es en ese preciso lugar, en el que según la tradición cayó el cuerpo sin vida de San Lamberto, donde hace unos días, volviendo del cine, encontramos lo que parecían ser tres grandes turbinas.
(Esto lo dice alguien que no ha visto en su vida una turbina, ni sabe para qué sirven, ni dónde se compran.)
En cualquier caso eran tres grandes objetos de un material desconocido, con el aire leve e inconsútil del plástico, y el brillo oscuro del metal. De ellos emanaba una fuerza gnóstica perceptible incluso para el más escéptico. Cada uno de esos objetos tenía el tamaño de un hombre y estaba dividido en tres lóbulos diferenciados, con simetría axial. Recordaban las hélices sin aspas de un submarino atómico, cuyo dibujo creo haber visto en alguna parte. El conjunto —la alineación de tres ojivas trilobuladas en la nave de una catedral inexistente— era de un tomismo sobrecogedor.
Alguien se aproxima con paso inseguro. Es un joven huesudo con deportivas de marca, ropa de todo a 100 y una gorra de visera tan ajustada que parece levitar tres centímetros por encima de su cráneo. Otro hombre se ha materializado en la luz incierta de la tarde; ambos se aproximan a uno de los objetos desde ángulos opuestos, sin mirarse, con el automatismo de un rito masónico; parece que van a tocarlo, pero no lo tocan. Cada uno se detiene a pocos centímetros de uno de los lóbulos y durante un minuto le dedica una ofrenda inesperada que no es necesario explicar, y que al mismo tiempo lo explica todo.
Sólo entonces reparamos en que alrededor de los tres falsos monolitos, recorriendo el perímetro exacto de lo que antaño fuera el coro occidental de la catedral —dedicado a San Cosme, a San Damián y a la Santísima Virgen María— se alinean veintisiete cabinas, que uno ha tenido el nervio y la paciencia de contar, veintisiete cabinas que seguramente constituyen el evacuatorio más grande de la cristiandad occidental.