Ha sido por culpa de una mala mujer.
Esa mujer tenía un bote de colirio en una mano, y con la otra me separaba los párpados del ojo.
Apenas unos segundos después de secarme los lagrimones empecé a notar una extraña sensación en los ojos, y al poco pude quitarme las gafas: veía perfectamente sin ellas. ¡Estaba curado!
Me disponía a abandonar la sala de espera con el firme propósito de llevarle un exvoto a Santa Lucía cuando observé que mi mano se desenfocaba. Mi ojo parecía encogerse como Alicia en la madriguera, sin ser capaz de detenerse en el momento preciso: en cuestión de segundos había pasado de miope a astígmata. Me dije que quizá sí debería esperar a que me viera el doctor.
Previendo un buen rato de lectura me había llevado tres libros diferentes (la Carajicomedia, una historia social del humor y el último poemario de Wendy Cope), pero cada vez tenía que alejar más el libro para distinguir las letras. Entonces volvió la enfermera con el colirio, y lo que ocurrió después fue curioso, porque si bien aún podía distinguir algunas palabras —«perfunctorio», «garlito», «entre», «Weltanschauung» y algo así como «saakgh»—, el libro se había vuelto por completo indistinguible. Volví a llorar.
El oftalmólogo me hizo mirar primero el haz de luz de un proyector cinematográfico, o de algo que semejaba un proyector cinematográfico, y me pidió mirase sucesivamente hacia todos los puntos cardinales. Por un extraño fenómeno óptico en determinado momento pude contemplar mi propia retina, en la que se distinguían con nitidez los vasos sanguíneos. Después me aplicó una especie de grafoscopio directamente sobre el globo ocular izquierdo, y me instó a mirarle su oreja, pero yo no podía ver nada, sólo lloraba a moco tendido y llamaba a mi madre a gritos, unos gritos que conmovían a las piedras.

Pronto había pasado todo y el oftalmólogo y yo reíamos como viejos camaradas. Mi sufrimiento había sido en balde, pues el fideo que veo continuamente desde hace meses está en el interior del globo ocular. Es una afección común y más o menos inocua. Tan sólo debería hacerme vigilar la retina una vez al año. Le aseguro que no dejaré de hacerlo.
Como no podré trabajar hasta que mi iris recupere sus antiguos reflejos, me digo que podría aprovechar para donar sangre en la misma clínica, pero resulta que los martes lo de sacar sangre está cerrado. Salgo a la calle y descubro que puedo ver sin necesidad de abrir los párpados. Me doy una vuelta por la Facultad, recojo el correo y algún libro, y me miro en el espejo del cuarto de baño: lo que veo me recuerda el videoclip de Life on Mars. Hace un día radiante, con toda probabilidad el último del año, y todo el mundo me parece envuelto en gasa, como en una película de 1964. Alguien me saluda. No sé quién es.