A mí estas cosas me dan mucho rubor, sobre todo cuando el rector agradece sus esfuerzos al cuerpo académico, como si fuéramos bomberos o redentores de la patria. No tiene uno la sensación de haber influido demasiado en los estudiantes. Algunos ya eran buenos estudiantes antes de llegar; uno les presenta un par de autores y de conceptos, les corrige la puntuación y cuando salen siguen siendo personas avispadas y razonablemente informadas. Otros son menos buenos, o decididamente malos; uno les da buenos consejos, corrige sus redacciones, les enseña pronunciar la R y a argumentar de manera más o menos objetiva, les obliga a repetir exámenes, les da clases de refuerzo, y tras muchos esfuerzos y algo de manga ancha les consigue poner a la altura justa para ponerse la toga famosa y recibir el canuto —quiero decir, el título—. En cambio, que un estudiante malo acabe siendo bueno es una posibilidad infrecuente y casi hipotética. Yo podría mencionar sólo dos casos. Ambos me producen una gran satisfacción, pero no sé si la suficiente para compensar tanta licenciatura pírrica como hay en el mundo.

El rector lleva una toga impresionante, con armiño, medallas y pasamanería. Me topo con él después de la ceremonia, y no puedo dejar de preguntarle:
—Oiga, ¿y detrás de cada medalla hay una batalla?
Lo que dice el rector casi siempre podría cincelarse en mármol:
—Las batallas universitarias no dan medallas, sino que dejan cicatrices.
Luego mete la toga en una bolsa y se la lleva, como el violinista se lleva el violín.