Coincidimos en Göttingen con Enrique, ambos de paso y por unos pocos días. Propone que vayamos a ver ciervos en una reserva que está a una hora escasa de su antigua casa. Además de nosotros tres vienen Doris, María, Cristian, Paula y un chico que escribe una tesis —otra— sobre Roberto Bolaño. Todos seguimos en las aulas, y quizá por eso busco inconscientemente revivir el tipo de conversación que uno tenía en la Facultad; ésta es más interesante e informada, pero también menos emocional, o emocionante.
El bosque, desmigajado, con el color y la textura de una biblioteca dieciochesca arrasada por algo peor que el tiempo.
Enrique corta manzanas con una navaja suiza, y les tira los trozos a los cervatillos. «Son manzanas de cultivo ecológico», puntualiza. Los cervatillos se alejan, muerden la manzana con la precaución de quien juega al escondite inglés, y se alejan con un respingo. A veces los pedazos de manzana no les entran en la boca, y los hacen pasar mirando a lo alto, como el cormorán que ha pescado un pez demasiado grande. A lo lejos se oye mugir —es el tiempo de la berrea— a los ciervos adultos. En realidad son gamos. Más adelante encontramos un viejo ejemplar, imponente de talla y cornamenta, que se deja morir apaciblemente. Las manzanas que ruedan a su alrededor no tienen para él más entidad que la de un recuerdo.
Pocos minutos después llegamos a una granja, donde una piara de jabalíes hoza el fango. Las manzanas y las nueces biológicas de Enrique tienen entre ellos un éxito clamoroso. Se disputan el alimento con violencia, y es espeluznante el ruido que hacen al triturar las nueces enteras con los dientes.
Todo esto ocurre ya como de lejos, mientras llueve cada vez con mayor intensidad.