En primer lugar, la reválida de la reforma de los planes de estudio, ahora ya tan imparable como una riada de lemmings. De nada ha servido que los departamentos, consejos y representantes de estudiantes se opusieran, o pidieran siquiera un aplazamiento: las posiciones consensuadas, a veces de manera unánime, sirven para que los capitostes se hagan mangas y capirotes. En la junta de Facultad, varias personas alrededor de mí cuchichean: «esto es una locura, hay que pararlo como sea» —y diez minutos después votan a favor—.

Al día siguiente, el primer correo electrónico: una acusación absurda y ad hominem de exceso de gasto en correos, que se nos dirige casualmente a los colegas extranjeros, en un mensaje con los demás destinatarios ocultos. Bajo inmediatamente a que la secretaria me dé la lista completa de destinatarios del correo anterior. «He debido de liarme un poco con el correo, le he dado a reenviar y no sé qué ha ocurrido». Sí, claro. Inmediatamente escribo un correo de tres puntos como tres catedrales, en el que me defiendo al más puro estilo calderoniano, y que no puede ser contradicho si no es el campo del honor.
Con esto hago cruz y raya y abro una etapa nueva, una etapa sine die de Biedermeyer académico: de la biblioteca al aula, del aula al despacho, y allí, con pocos —pero doctos— libros juntos, hacer algo que valga más que las intrigas y el tartufismo del último mes.