Göttingen ha cambiado mucho últimamente. Ya se puede comer pho, aunque no sea comparable al que hacen en Ratisbona o en París (o en Vietnam, lo más seguro). En menos de seis meses han abierto no menos de tres bares de bubble tea. Hay uno en el que cada vez que entro la parroquia se gira hacia mí y grita «Nooorm!». Pero el Ratskeller ya no es lo que era, y para comer un ganso en condiciones hay que ir a Herberhausen, lo que por otra parte tiene el atractivo de atravesar el bosque municipal y de la Altbier de la región, que posee la serenidad pero también el carácter inesperadamente risueño de la lírica medieval en latín.
Paso estos días absorto en varios trabajos de edición, a los que me he propuesto dedicar el mayor tiempo posible. Uno de ellos es la antología de Luis de T., cuyas galeradas me acaban de llegar, y que tienen, como todo lo que sale de las prensas de Renacimiento, una elegancia juanramoniana. Las tareas de corrección provocan una satisfacción elemental, porque el rendimiento salta a la vista. Evitar una errata en la portadilla es lo más cerca que he estado del heroísmo desde hace mucho tiempo.
Esta noche quedamos con Sven en Zack; viene de hacer unos cálculos en su oficina: «he llegado a un resultado, pero no sé qué demuestra». Los físicos se toman estas cosas con bastante filosofía. Dentro de ocho horas sale mi tren. Más Altbier, esta vez Diebels.