He vuelto de las vacaciones de navidad, y me siento como si hubiera hecho el camino de Santiago. Desde Bratislava. Empujando una carretilla llena de polvorones.
Los dos primeros días, haciendo un esfuerzo sobrehumano, trato de cumplir al menos con las obligaciones inapelables; poco a poco voy asumiendo también las otras, hasta que un resfriado me haga aparcarlas todas.
Este año nuevo me he hecho por primera vez un propósito de año nuevo: tocar más el ukelele. Pero para disfrutarlo las notas deberían estar donde se supone que están, lo que mi sufrido Stagg ya no puede garantizarme. La página web de Ukulele Hunt propone en uno de sus foros siete consejos para quien quiera comprar un ukelele. El 3º es probarlos directamente en la tienda, y el 5º es investigar en internet. Quienes no tenemos mucho tiempo compaginamos ambos buscando en internet comercios de proxidad.
Es extraño que no se vendan más ukeleles en Bruselas. Hay varias tiendas, desde luego, pero sólo una tiene una oferta decente, y además muy polarizada: ukeleles de plástico de 20 euros, Martin de más de 1.500 euros y nada entre medias. Amplío el radio de búsqueda a Hannover, Aquisgrán, Colonia, Amberes y Gante. Aprovechando un viaje a Göttingen entro en el Musik Kontor y pido que me dejen probar el ukelele tenor del escaparate.
—Hum... ¿No cree que estas cuerdas hacen un ruido un poco raro?
—Pues son las famosas cuerdas Aquila.
Antes de hacerme el entendido habría debido leer la etiqueta en la que se indicaba claramente «famosas cuerdas Aquila». Devuelvo el instrumento, porque parece que a fin de cuentas las cuerdas son lo menos malo que tiene. Y ese era el mejor ukelele que tenían en Göttingen. El segundo mejor era una caja de habanos con una espumadera pegada. El tercero mejor era una harmónica.
Al final resulta que el establecimiento con surtido más variado e interesante es el de L***. En su catálogo tienen bastantes modelos de las marcas Ohana y Lanakai, con precios razonables y buenas reseñas. En particular le echo el ojo, durante mi investigación en línea, a algunos Ohana tamaño concierto, de madera maciza de caoba y ébano. El martes al salir del curro me dije qué diablos, y me pasé por la tienda, que conocía de vista. «Sólo a preguntar», iba pensando, en aplicación del 6º precepto de Ukulele Hunt («no te precipites»), y esperando aplacar así los síntomas galopantes del Síndrome de Compra Compulsiva de Ukeleles (UAS en sus siglas en inglés). Pero cuando llegué adonde debía estar la tienda encontré en su lugar una especie de oficina de turismo.
—¿No había aquí una tienda de música?
La dependienta levantó desganada la vista del ordenador, cuya pantalla no hacía falta ver para saber que estaba haciendo un solitario.
—Sigue siendo una tienda de música —dijo—. De música impresa.
Es curiosa esta gente que, siendo gilipó, se pasa de lista. Resulta que los instrumentos los venden ahora en un almacén que sólo es accesible en helicóptero. Bastante chasqueado regreso a la estación, donde me esperaba otra desagradable sorpresa: la Casa de la Bici, que era la punta de lanza del ciclismo no deportivo en este país de infieles, ha desaparecido del mapa. Y nada más bajarme en Tilff, la puntilla: ¡se alquila el local de la heladería!
Es el fin del mundo tal y como lo conocemos. Suerte que todavía me queda en casa mi viejo y fiel Stagg para darme calor en los largos meses de invierno.