Esta tarde mi colega Kristine y yo hemos ido a cenar con un profesor invitado de la universidad de León. Al terminar nos despedimos y, como faltan veinte o veinticinco minutos para que salga mi tren, decido acercarme a ver qué ha sido de mi antiguo barrio.
Tras comprobar que los dos solares de hierba donde los niños jugaban al fútbol hace cuatro años han sido definitivamente ocupados por estacionamientos de superficie, he continuado hasta la bocacalle de Saint Séverin, y la he seguido unos metros hasta la plazoleta que forma al confluir con Agimont, que es una calle de personalidad fuerte y malhumorada. Junto a una fuente seca charlaban sin aspavientos un jubilado y una yonqui, y unos metros más allá, dentro de una casa okupa, los anarquistas conspiraban a media luz. La noche caía con lentitud protocolaria y el ambiente era sorprendentemente apacible; no obstante, no he querido adentrarme más en el vientre de la bestia, y he dado media vuelta, pero antes de llegar a la estación, como aún tenía que matar algo de tiempo, he dado un rodeo y he caído en una calle en la que no había estado nunca antes.
Es una calle en la que hubo un colegio regentado por jesuitas ingleses perseguidos por los anglicanos; hubo también, como he sabido más tarde, un convento dedicado a Santa Clara. Ambos han sido sustituidos por esos edificios graves que tienen en Valonia, no agrupados en manzanas aireadas, sino puestos uno detrás de otro como a disgusto. Así y todo, los edificios de esta calle, llamada «de los Ingleses», resultan muy abigarrados y singulares.
Uno tiene una galería de vidrios emplomados, y una cochera imponente. Otro es de una tosquedad verdaderamente espantosa, pero junto a él se levanta algo que debe de ser una vieja capilla, porque su fachada la ocupa casi por entero un gran arco de medio punto presidido por una advocación mariana. Al lado opuesto la sólida mole de la Academia de Bellas Artes intimida a los escasos peatones. Varias casas tienen cortinones pesados; otras, visillos mugrientos, detrás de los cuales no cuesta suponer que alguien parecido a Anthony Perkins se afana en vicios aberrantes o en negocios abocados al fracaso.
Un hombre ha salido de una de estas casas, y ha tirado una botella en un cubo de basura municipal; por la puerta entreabierta he tenido tiempo de ver un pasillo completamente granate, y unas escaleras interrumpidas por un rellano innecesario que ocupaba en su mayor parte una estantería labrada con ostentación. Enfrente de esa casa queda un salón tenebroso en el que dos bombillas arrojan una luz irreal sobre los objetos expuestos en una vitrina. Desde la calle puede observarse claramente, en ese ambiente de museo, un Napoleón de cerámica esmaltada, un imponente busto de piedra que representa a una joven con el pelo recogido, un pequeño ídolo congoleño, varias fotos descoloridas —quizá también de África—, un jarrón de porcelana y, compitiendo en protagonismo con los demás tesoros de esa desquiciada galería, un bote de lejía o de limpiacristales, sin etiqueta.
Luego leería que en esta calle, hace unos pocos años, un hombre se cayó a un hoyo, se rompió las costillas y lo encontraron muerto siete días más tarde. Todavía no se ha terminado de aclarar si se cayó o lo tiraron.
El último tramo de la calle es más grato, con algunas construcciones neogóticas en distinto estado de conservación. Hay una finca más grande que las demás, con un jardín que apenas puede sino intuirse desde el exterior; sobre la sillería del edificio decimonónico han levantado un extraño capricho sueco, con revoque de madera y ventanas irregulares. Al final de la calle, una abrupta talanquera casi vertical y de muchos metros de altura da al conjunto un aspecto siniestro de callejón o de muelle, e imprime una curva abrupta que interrumpe la observación.
Como en el célebre cuadro de Magritte, la oscuridad ha invadido las aceras aunque por encima de los tejados aún es de día. Esta calle de los Ingleses me hace recordar algunas páginas que he leído sobre edificios prodigiosos, excesivos, elevados con capital colonial, que fueron destruidos por dos guerras mundiales y —sobre todo— por sucesivas generaciones de tecnócratas desaprensivos. Las viejas postales y los viejos mapas de L*** demuestran la existencia de canales donde hoy hay plazas, de plazas donde hoy hay iglesias, de iglesias donde hoy hay parques, de parques donde hoy hay fábricas, de fábricas donde hoy hay teatros, y de teatros donde hoy no hay nada. En el imaginario valón todos esos espacios desaparecidos se idealizan y fusionan hasta conformar una extraña y pintoresca Venecia industrial que contrasta crudamente con el mapa actual de casuchas mezquinas, adosadas unas a otras sin interrupción, tras las cuales se esconde la dicha doméstica de un patinico miserable, asfixiado entre dos tapias, en el que con el paso del tiempo se han apilado multitud de objetos inservibles.
Entre derribo y derribo, antes de que se edificasen los banales edificios que hoy pueblan las ciudades valonas, se construyeron en el aire castillos formidables, proyectos de ensueño que pronto fueron abandonados: estaciones de cristal, residencias de voladizos insensatos, exquisitos interiores de Victor Horta, estanques navegables, rascacielos de formas orgánicas coronados por cúpulas llenas de volutas de las cuales partiría un ingenioso sistema teleférico. Esa ciudad fantasmagórica que surge entre el pasado demolido y el futuro imposible es, según me va pareciendo, la auténtica patria de los belgas, el lugar donde se inventan las sutilidades y los ergotismos de la identidad nacional. Es por esos espacios metafísicos, por esas inexistentes arquitecturas piranesianas —alimentadas por las villes tentaculaires de Verhaeren, por las ciudades muertas de Rodenbach, por el talento aparejador de Edgar P. Jacobs y por las cités obscures de Schuiten y Peeters— por donde pasean muchos belgas a la caída de la tarde.