Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 13 de abril de 2013

Esta mañana, apurando mis últimas horas en Madrid, he desayunado con Rafa en una cafetería de la calle Santa Isabel: tostada con tomate, café con leche y zumo natural. Rafa abarca con las manos el interior de la cafetería y dice: «Esto es el futuro». Hombre, pues eso espero.

Parecidas unas a otras, las estancias madrileñas se me confunden, como se le confunden los días al tendero o al burócrata. ¿Hoy es miércoles o jueves? Ahí está, por ejemplo, la cafetería en la que me tomé un café con Fulanita hace un par de años. No, no puede ser, hará más bien cinco, seis... —echo cuentas ayudándome con los dedos— ¡quince años! El filtro del fiti aquel que Fulanita se fumó en 1995 nos enterrará a todos y sobrevivirá a los hijos de los hijos de sus hijos.

En Madrid he vivido últimamente años de tres o cuatro semanas que, puestos uno detrás de otro, producen una sensación vertiginosa de fugacidad. En mi cabeza, por ejemplo, la Puerta del Sol es agujereada, peatonalizada, acondicionada y recorrida por pacifistas, comunistas, indignados y antidisturbios a una velocidad insensata, mientras el oso de bronce salta de un lado a otro como un endemoniado.

(Hablando de esto, Toño me dice que a muchos hispanoamericanos, en cambio, las ciudades europeas se les hacen inmutables, acostumbrados como están a fulminantes procesos urbanizatorios y gentrificadores. Alguno se ha encontrado, al regresar a su pueblo después de unos años en el extranjero, que la casa en que nació era un centro comercial o un scalextric.)

Entre esas experiencias breves y alejadas se establece una continuidad ficticia. Mis sobrinos aprenden a hablar, a andar, a leer, a mentir y a ser los mejores en cuestión de minutos. Pero eso, claro, es imposible. Oigo cantar a un canario y me digo: «¿si será el de mi abuela?» Pero eso también es imposible. Mi abuela, casi centenaria, dice que no sabe qué le pasa hoy que se siente como si fuera muy vieja. Todo esto lo vemos mi abuela y yo desde la ventanilla de un autobús cuántico, y nos resulta muy curioso. Por eso me apresuro a tomar cumplida nota de todo.

El otro día estuve con unas amigas de Rafa en una reunión de escépticos anónimos: una especie de masonería o de escuela entre epicúrea y peripatética que se reúne en un pub de Arturo Soria. Se trataba a la sazón de hacer un análisis filológico de los evangelios canónicos y apócrifos, para demostrar la inconsistencia del relato. Uno suponía que cualquier instituto de enseñanza media —por no hablar de la universidad— debería ser suficiente escuela de pensamiento crítico, sin que hiciera falta entrenar estas destrezas en la taberna los domingos por la tarde; pero parece que sí hace falta y que la cosa está peor de lo que creíamos. Fue todo muy instructivo, aunque si me acuerdo ahora de eso es porque después de la charleta filológica, entre cerveza y cerveza (Murphy’s y Guinness), una amiga de Rafa me reveló la existencia de un ser vivo inmortal.

La turritopsis nutricula es una medusa que clausura su ciclo vital convirtiéndose de nuevo en pólipo, y regenerándose a sí misma. Si la turritopsis tuviera aspecto humano, perdería los dientes, se le caería el pelo, se le encorvaría el espinazo, perdería la memoria y, en lugar de diñarla, se convertiría en un recién nacido que volvería a crecer, volvería a aprender, volvería a desperdiciar su juventud y volvería a firmar una hipoteca fáustica. Es posible que en las profundidades marinas viva aún una turritopsis que haya asistido a la evolución de las especies, a la desaparición de los dinosaurios, a la extinción de los volcanes, a la sucesión de las glaciaciones, al nacimiento y a la destrucción de las civilizaciones antiguas, y que todavía sobrevivirá al último hombre que conduzca su monovolumen sobre la faz de la tierra.

Quizá haya existido esa turritopsis vieja como la corteza terrestre, pero no es muy probable, porque la Providencia, en su infinita ironía, ha querido que los únicos seres vivos inmortales tengan un diámetro de 4 milímetros. Las ballenas los absorben por millares, inconscientemente, mientras emiten extrañas melodías que suenan a theremín. Y llegando a la T4 me digo que esta prolongada decadencia de la realidad quizá se deba a que a nosotros también nos deglute poco a poco una ballena descomunal, inconmensurable, que nos filtra con sus barbas radiactivas y nos va gastando como si fuéramos caramelos.