Estos últimos días he terminado de reunir una colección de estudios de varios colegas y amigos, que publicará dentro de unos meses una conocida editorial madrileña. Como es habitual en el libro científico, esta editorial me propuso que solicitase ayudas a la edición por valor de X €. Me pareció una suma algo elevada, pero les contesté que vería lo que se podía hacer. Sólo ahora, meses más tarde, reunidos y corregidos los textos que compondrán el volumen, la editorial me envía un presupuesto de gastos de edición por un total de X – 200 €; es decir, inferior a las ayudas que he solicitado.
Lo hablo con una colega que participa en las comisiones de atribución de subvenciones de una de las instituciones que financian este tipo de obras. Me dice que no, hombre, que no puedo pedir ayudas por el total de gastos de edición, que estas instituciones están cansadas de que las editoriales cubran todos los gastos de producción material con ayudas públicas y luego se embolsen todos los beneficios por ventas de ejemplares (casi siempre a instituciones también públicas, como bibliotecas universitarias).
Tiene razón. Esto es algo que sufrí en carnes propias cuando edité mi primer libro: la editorial cobró una subvención de varios miles de euros, puso un P.V.P. cinco veces más elevado que el precio medio del libro español y después de cuatro años aún no me ha informado de los derechos de autor devengados, a pesar de que el volumen está en muchas bibliotecas. Quizá por eso esta vez no me parecía tan aberrante pedir ayudas por una cifra algo menos exorbitante; por eso y porque —me dije— contra el vicio de pedir está la virtud de no dar: las comisiones públicas de evaluación sabrán mejor que yo cuál es la ayuda razonable para un libro de estas características.
Pese a todo, para quitarme el complejo de ingenuo escribí a un colega de Bruselas que publicó un libro hace un par de años con la misma editorial que ahora se interesa por el mío. Me respondió a vuelta de correo que efectivamente este tipo de obras «sólo se publican con pasta: los editores no se comprometen». Un minuto después le di un telefonazo a mi cuñada, que también tuvo que ver con la misma editorial cuando coordinó la edición de un libro muy vistoso, con ilustraciones en color, que acabó costando una pasta, y me confirmó que, aunque no estaba segura del todo porque había pasado algún tiempo y la cuestión de los números la siguió de lejos, tenía la sensación de que la editorial tampoco había arriesgado un duro.
A mi amiga Birte le ha sucedido hace poco algo que delata la existencia en Alemania de esa misma concepción parasitaria de las partidas públicas. Resulta que Birte, por motivos que sería tedioso detallar, tenía que imprimir cien copias de un trabajo académico bastante espeso. En internet encontró varias empresas que se ofrecían a hacer la impresión por Y €, aunque al final, por prisas y por comodidad, decidió dirigirse al establecimiento reprográfico que hay en el campus de la universidad en la que trabaja, al que su departamento suministra encargos regularmente. Poco después, esta empresa le envió a Birte un presupuesto de Y + 500 €. Como Birte no se muerde la lengua, fue a hablar con ellos y les explicó que pidiéndolo por internet le saldría mucho más barato. Los de la reprografía ponen cara de desconcierto, hacen sus deliberaciones y le acaban diciendo que lamentablemente ha habido un error en la aplicación de baremos, y que le pueden hacer el trabajo por Y €. «Es todo algo complicado de calcular —le explican a Birte—, los precios por copia varían en función del gramaje del papel, del tipo de encuadernación, del número de copias... y además la dirección de correo electrónico desde la que nos escribiste era de la universidad, ¿no es cierto?»
Es, curiosamente, algo complicado de calcular pero fácil de comprender.