Un viernes apago el ordenador, me limpio las gafas, saco una maleta del sótano, meto una camisa, dos mudas y tres libros y me dirijo a la estación de tren. Cuatro horas más tarde facturo la maleta en el aeropuerto de Düsseldorf. No mucho tiempo después aterrizo en la isla de Sylt, y me dirijo a un figón convenido, donde me espera una rubita muy apetecible. Cenamos pescado frito y nos registramos en una pensión de Westerland, la localidad principal de la isla.
Al día siguiente paseo por los alrededores. En términos climatológicos he retrocedido dos semanas. En Sylt todavía es invierno, aún no han florecido los magnolios y acaban de abrirse los narcisos. Las gaviotas se pasean por las calles con las manos en los bolsillos, mirando al suelo y hurgando en el interior de las papeleras como bohemios. Parece que en verano les quitan a los turistas los helados de las manos. En una fábrica de chocolate aprendo que el cacao puro sabe a cartón, y hago unas tabletas con sal y pimienta que podrían poner de rodillas al mercado mundial. Pero tengo otros planes. Por ejemplo beberme toda esta botella de licor de comino.
Saliendo de Westerland se ven infinitas colinas coronadas por una hierba intensamente amarilla; el césped también tiene un verde encendido en esta época del año, pero el paisaje está dominado por arbustos rastreros de hoja caduca y por la arena de las dunas itinerantes. De trecho en trecho se diluye en el aire la resina de los brotes de pino, o asoman formas que parecen túmulos y que unas veces son auténticos túmulos del neolítico y otras son tejados de juncos prensados, típicos de la arquitectura local.
El domingo la rubia y yo vamos en bicicleta a List, la localidad más septentrional de Alemania. Por suerte el temible viento del mar del Norte nos da de espaldas, de modo que en poco más de una hora cubrimos los 17 kilómetros que hay desde Westerland. En el preciso momento en que empieza a asomar el sol nos sentamos en una de las Strandkörbe del restaurante original de Jürgen Gosch. Gosch es un tipo que empezó hace cincuenta años vendiendo pescado en un cajón por las calles, y que hoy tiene tiendas en las principales ciudades y estaciones de Alemania. Pedimos ostras y spritz de aperitivo, y para comer una ensalada de langostinos y vieiras con filetes de salmón y lucioperca. Esto ya con blanco de la casa.
En el camino de vuelta, algo más duro porque ahora el viento nos da de frente, paramos en una playa silvestre aunque bastante frecuentada. Es una playa nudista, pero no está el tiempo para quitarse más que los zapatos. El mar se ha retirado doscientos metros y ronca apenas visible detrás de una niebla espesa. Por la playa discurren domingueros, niños, perros y extrañas aves de pico largo. Siguiendo entre las dunas una hebra de música lounge llegamos hasta un chiringuito muy bien puesto en el que pedimos un fariseo, que es una célebre bebida frisona: se trata de un carajillo de ron cubierto con nata, donde la nata viene a ser el sepulcro blanqueado. De regreso en la pensión me miro en el espejo y me devuelve la sonrisa un vividor de aspecto saludable, ante el cual me quito el sombrero.
Podría haberme limitado a decir que este fin de semana Kathleen y yo estuvimos en la boda de Ilka y Christian, pero esto ya lo contarán ellos en Facebook.