Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 23 de junio de 2013

En este sueño estaba enseñando el centro de Madrid a un grupo de amigos. Al salir de un restaurante me quedo rezagado y topo con un camarero que estaba en la terraza cerrando una gran sombrilla. Por descuido me trabo entre las varillas y la lona, y paso unos minutos desenredándome. Cuando consigo salir a la acera he perdido de vista al resto grupo. Decido volver al centro a ver si los encuentro, aun a sabiendas de que es muy improbable.

Son las diez de la noche pasadas, pero no anochece nunca. Al atravesar un callejón veo un animal repugnante, del tamaño de un cochinillo, pero con la textura y los movimientos de una cochinilla. Sus cuatro miembros hacen pensar en platelmintos, y no parece tener cara, sino dos extremos con esfínteres dentados prácticamente intercambiables. Recuerdo haber visto anteriormente algún otro ejemplar, pero nunca de estas dimensiones. Alguien abre un portal y lo deja pasar adentro. «¿Qué clase de animal es este?», pregunto. «No es un pez», me responde, «pero tiene carne de pez».

Al salir del callejón el aire adquiere de nuevo esa luminosidad y esa transparencia de las animaciones informáticas. Llego así a una espaciosa avenida que traza una curva ascendente, sobre cuyo linde izquierdo se alinean numerosos puestos de productos artesanales, en el entresuelo de una plaza o de un atrio, como en las desaparecidas covachuelas de San Felipe. Todos los habitantes de ese barrio llevan trajes tradicionales madrileños e intercambian diálogos de zarzuela. Es un ambiente muy agradable; sé que es una fantasía cultural de efectos anestesiantes, pero por una vez hago la vista gorda. En lo alto de la cuesta hay una explanada con un banco en el que dos chulapas cantan a dúo, pero en voz baja. Me siento junto a ellas, y poco a poco me voy dejando resbalar hasta recostar en el asiento la cabeza, pero sin levantar los pies del suelo. Delante se abren los inmensos terrenos que quedan al oeste del Manzanares: no hay nada construido más allá del Puente de Toledo, está todo como a finales del siglo XVIII.  

Me amodorro y pasa un tiempo indefinido, hasta que alguien se para a hablar con las chulapas que están en el banco. No puedo verlo pero sé que es un hombre alto, con un bigote fino y rectilíneo, tocado con un sombrero de ala ancha. Habla con una voz grave, y deja sobre el respaldo del banco un gabán, que me cubre parcialmente.

—¿Tenéis... aquello? —les pregunta a las chulapas, tras un breve diálogo de circunstancias. Ellas asienten.

Yo sigo medio tumbado en el banco, hasta que un crujir de papel me pone en guardia. No necesito abrir mi cartera para saber que las chulapas me han robado un sobre que llevaba dentro, con bastante dinero, y se lo han dado al del bigote. Me levanto y consigo seguirle el rastro hasta un local desvencijado y oscuro, donde se da un espectáculo de lucha, con visos de ilegalidad.

Todo el espectáculo consiste en vencer al del bigote en una pelea a puño descubierto. El premio es un pececillo rojo de extraordinario valor. En un vestuario esperamos los candidatos, el torso desnudo, los antebrazos vendados. Cada uno tiene un boleto con un número; un sorteo determina quiénes lucharán esta noche, y en qué orden. El primero es un joven bajito, con el pelo muy corto y muy negro, que quizá tendría alguna oportunidad si su contrincante estuviera ya cansado. No quiere salir al escenario, pero los ujieres o la vergüenza lo empujan bajo los focos.

El del bigote es ancho de hombros; tiene un torso fibroso y brazos finos pero determinados. Abre mucho la boca y en su interior el público puede ver colear al pececillo rojo. El del bigote siente el miedo de su primer oponente nada más verlo aparecer. Casi con dureza paternal le dice «no te preocupes, no vas a recordar nada», y le propina un puñetazo fulminante, que lo estrella contra la lona. 

Los candidatos se suceden a un ritmo rápido. Entre bastidores empieza a cundir el desánimo, al comprobar que el del bigote no se fatiga. El último número sorteado tampoco me favorece, pero el contrincante seleccionado no las tiene todas consigo, por lo que no me cuesta convencerlo para que me cambie el boleto. Salgo al escenario con bastante aplomo, porque en esta parte de mi sueño me parezco mucho a Ryan Gosling. El del bigote me reconoce con una mueca irónica.


De algún modo —una conveniente elipsis narrativa me permite pasar por alto los detalles de nuestro combate, seguramente inverosímiles—, de algún modo he salido vencedor de la pelea. Antes de la salida hay un mostrador, como el de un guardarropa, atendido por dos chinos. Es allí donde cobro mi premio, billete sobre billete. Ya me estoy poniendo el abrigo cuando uno de los chinos me dice «no se olvide de esto». Abre un cajón que está a sus espaldas, y que contiene una sopa humeante de un amarillo turbio, con grandes trozos de pescado atravesados de espinas.

—¿Qué es? —pregunto.
—Es el pez que usted ha ganado.

Parecía mucho más pequeño dentro de la boca del hombre del bigote.

—¿Por qué tiene tanto valor?
—Porque es un pez venenoso extremadamente difícil de cocinar.

Alguien me tiende una cuchara, y pruebo la sopa. Tiene mucha sustancia, está bastante salada. Poco a poco su sabor se vuelve obsesivo, como una idea que fuese revelando gradualmente sus infinitas aplicaciones y acabase eclipsando cualquier otro interés, posesión, afecto o accidente del universo. Caigo de rodillas delante del mostrador, abrumado por la revelación, y apenas puedo sino balbucear.

—¡Esto... está... delicioso...!