Tobias B. me invitó a pasar el fin de semana hablando de zarzuelas en un coloquio que organizaba en la Universidad de Göttingen. La última noche los participantes supervivientes nos reunimos en un Biergarten a comentar las mejores jugadas. Entre una cosa y otra se contaron allí dos grandes anécdotas de venganzas sibilinas. La primera, de tono operístico; la segunda, más bufa y como de género chico.
La víctima de la primera historia —por lo demás conocida— es Giuseppe Verdi. Cuando en 1863 visitó España ya era una leyenda viva. Francisco Asenjo Barbieri, que todavía no había escrito la música de Pan y toros, ni de El barberillo de Lavapiés, quiso entrevistarse con el compositor italiano para presentarle sus respetos y manifestarle su admiración. Verdi ni siquiera respondió a sus solicitudes con una mala excusa. Ya para entonces el compositor italiano lo había aparcado casi todo para consagrarse a la escritura de la que debía ser su obra maestra, la ópera Don Carlo; trabajó en ella durante veinte largos años, poniendo a prueba la paciencia del público y contrariando a los críticos más benevolentes. Llegado a cierto punto quiso documentarse sobre la música española del siglo XVI a fin de dar mayor color local a uno de sus números, y pidió que le pusieran en contacto con el mayor especialista en la materia. Irónicamente, el mayor especialista en la materia resultó ser Barbieri, quien debió de disfrutar mucho redactando la carta en la que decía que efectivamente tenía los materiales que Verdi necesitaba, pero que no le daba la gana mandárselos.
Las vendettas, aunque sean modestas, siempre hacen buena literatura. Tienen ese ingrediente patético que galvaniza y genera lazos de empatía irracional entre el protagonista y el lector. La historia de Verdi trae a la memoria de Tobias otra menos histórica pero no menos gloriosa. Su protagonista es un alemán había tenido muchos desencuentros con la administración de las ayudas sociales. Como antiguo solicitante de estas ayudas, a mí se me ocurre por lo menos media docena de faenas que los burócratas alemanes le pueden hacer al beneficiario, desde obligarle a pasar entrevistas de trabajo absurdamente desesperadas hasta declarar ilegal una de sus propias reglas para obligarle a devolver parte del subsidio recibido. El caso es que al protagonista de nuestra historia se la debieron de hacer bastante gorda, porque solicitó una ayuda para criar a sus trescientos hijos uruguayos.
Efectivamente, el tipo (no sé por qué me lo imagino con la cabeza sin par de Georges Perec) se las había ingeniado para encontrar a trescientos niños uruguayos y convencer a sus trescientas madres de que le reclamasen la paternidad. Parece ser que el testimonio de la madre incapacita al Estado para ordenar una prueba de ADN, de modo que la administración estaba condenada a dar por bueno el vínculo. El tipo se presentó en la taquilla para solicitar una ayuda por familia numerosa con un formulario del tamaño de una tesis doctoral francesa. Es una venganza pírrica y desproporcionada, de las que hacen buenas historias. Porque una buena historia historia suele tener una buena venganza. Y un misterio. El misterio es aquí quién va a hacer los macarrones para los trescientos niños uruguayos.