Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 11 de julio de 2013

Kathleen ha llegado al final su tesis, y yo he llegado al final de mis correcciones y de tres coladas, de modo que aún nos queda una oportunidad para ver Coconut Island antes de abandonar Göttingen.

El cartel de Coconut Island, visto por casualidad detrás de una puerta del comedor universitario, nos ha seducido, pero en realidad no sabemos qué es, sino sólo que tiene lugar dentro de una carpa que ha brotado de manera discreta y poco fechable en un rincón del Cheltenhampark.

Llegamos cinco minutos antes de que comience, pero las tres filas de sillas que hay en el interior de la carpa ya están llenas, y todavía hay cuatro o cinco personas haciendo cola tercamente en el exterior. La situación es desesperada, así que nuestro primer reflejo es darnos media vuelta y caminar hacia nuestras bicicletas; sin embargo, nos cuesta resignarnos a alejarnos de allí, pues intuimos que lo que ocurre en esa carpa es algo incomparable y raro, que vale mucho más de lo que cuesta.

Una mujer vestida de cíngara consigue acomodar a las personas que estaban esperando delante de nosotros, sentándolos sobre trastos y taburetes. Regresamos corriendo a la puerta y suplicamos más de lo que aconseja nuestra dignidad, prestándonos a sentarnos en el suelo, a pagar el doble, a barrer el escenario, y sin que sepamos muy bien cómo conseguimos hacernos un sitio en el interior de la carpa antes de que la cíngara cierre la entrada con una cremallera.

El escenario lo componen cuatro tablas, y un telón de foro pintado con témperas que representa una puesta de sol y una palmera. El espectáculo lo componen la cíngara —que sale a escena un minuto después vestida de hawaiana— y un hombre alto, flaco, de ojos azules pero muy hundidos en las cuencas, con un bigotillo sutil y la mandíbula muy marcada, como un muñeco de ventrílocuo.

Los diálogos se hacen en una mezcla de innumerables idiomas, entre los que reconocemos el alemán, el inglés, el ruso, el francés y el español, aunque Kathleen cree que los artistas vienen de Checoslovaquia porque lo que tienen dentro de la nevera portátil son botellas de una magnífica pilsener checa, que pueden adquirirse sin ningún protocolo echando una moneda en una hucha.

Coconut Island parece el nombre de una película de los hermanos Marx, y la verdad es que su ambiente no resulta muy distinto. Podría definirse, aunque algo injustamente, como una revista musical sin argumento, ritmada por números musicales norteamericanos de los años 1930. La falsa cíngara toca sobre todo un ukelele con resonador dobro, pero para algunos temas emplea también la sierra, un bajo sin trastes de una sola cuerda o una cacerola. El hombre lleva el peso de la función; rasguea un ukelele barítono, hace punteos en una guitarra hawaiana, improvisa con un kazoo y marca el ritmo con los zapatos, en uno de los cuales lleva atada una sonaja, todo ello simultáneamente y mientras canta con una voz aterciopelada que recuerda a la de Maurice Chevalier, aunque esto último quizá sea efecto de la autosugestión.

Entre otras cosas, el público asiste entregado a un diálogo de diez minutos compuesto excluivamente por títulos de canciones, a una demostración de virtuosismo de la orquesta invisible, a una versión en tap dance del Rondo alla turca de Mozart, y a la traducción fulgurante de un estándar al double talk, que viene a ser epesepe ipidiopomapa quepe sopolopo lospos nipiñospos sapabepen. La carpa vibra como un bafle. Sólo en primera fila tres preadolescentes se aburren de forma manifiesta y piensan en sus teléfonos inteligentes. Al terminar la última canción el hombre orquesta —que ha sudado completamente dos camisas— se quita el sombrero y rasguea con él los dos últimos acordes. Así concluye el espectáculo más fabuloso del mundo, que dentro de dos días habrá levado el ancla y habrá alzado discretamente su carpa en otra ciudad de otro país, muchos de cuyos habitantes pensarán que ha estado siempre allí, y no entrarán a ver.