Hace mes y pico recibí una factura por unos DVD que no había pedido, y menos aún recibido. Como estafa era una tentativa vulgar y sin arte, pues mi nombre figuraba con una ortografía aproximada y la selección de obras era inverosímil. Llamé por teléfono al distribuidor para comunicarle el error y denunciaré el caso tan pronto como vuelva por Alemania.
Pues bien, esta semana he recibido por correo otro albarán relativo a la adquisición de un libro que no había pedido; sin embargo, en esta ocasión la estafa resulta infinitamente más refinada. Para empezar, el importe de la compra ya ha sido abonado, lo que indudablemente delata un genio criminal poco común. Además, el albarán venía acompañado del libro en cuestión, todo ello dentro de una caja de la FNAC enviada desde Francia. Mis apellidos y mis señas habían sido impresos en la etiqueta sin erratas, tanto en la casilla del destinatario como en la reservada a la facturación, donde —detalle inquietante— también figuraba mi número de socio de la FNAC.
Ahora bien, lo que realmente hace de esta estafa un crimen de rara perfección es que el pedido no resulta completamente inverosímil. Se trata, concretamente, de La promesse de l'aube, novela de Romain Gary en la que, por cierto, también interviene al final cierto truco postal. Aunque no había leído hasta ahora nada de este autor, lo conocía de nombre y había visto un largo documental que le consagraron hace un par de años en Arte TV. Famoso por haber ganado el premio Goncourt —por segunda vez— con un pseudónimo que terminó suplantándolo incluso en apariciones televisivas, Gary es el novelista perfecto para una impostura como la que aquí se describe. Dentro de una lógica de la suplantación y el escamoteo, resulta sin duda coherente que una obra del artista del pseudónimo sea adquirida bajo una identidad fingida y termine entre las manos de un lector vicario.
Minutos después de hacerme estas reflexiones recogí el guante que me lanzaba lo sobrenatural y comencé a leer la novela. El primer capítulo me pareció vibrante y bien cortado. A la altura de la página 34 estaba completamente rendido a la elegante prosa de Gary —en la que las isotopías se entrecruzan como floretes en un abordaje pirata— y, sobre todo, a su humor sorpresivo, que delata una calidad humana excepcional y que podría convertir al golfo más patibulario en un seductor irresistible.
Para mí la lectura de ficción viene a ser una especie de speed dating en el que cada candidato dispone de unos pocos minutos para convencerme de lo invite a subir a casa. De modo que cuando llevo mediada la lectura de una novela es que allí hay algo y que la cosa vale lo que cuesta. En este caso abonan mi juicio anécdotas chispeantes como la siguiente:
«Comencé por pedirle prestado un franco al botones, pretextando haber perdido mi cartera. Acto seguido, me acerqué al mostrador del Capoulade, pedí un café y metí la mano con decisión en la cesta de los cruasanes. Me comí siete. Pedí otro café. Luego, miré gravemente a los ojos al camarero; el pobre cretino no podía imaginarse que en aquellos momentos era la humanidad entera la que se sometía a examen en su persona:No dejemos que la calidad sobresaliente de La promesse de l'aube nos distraiga del misterioso caso que aquí se ventila. Como es lógico, he verificado en mis cuentas de correo electrónico que no hay ningún pedido de obras de Gary. He seleccionado de entre las personas que conocen mi actual dirección a un par de amigos que podrían estar detrás del misterioso envío, y les he escrito en tono amenazante; en su respuesta demostraban desconcierto genuino. Me he acercado al mostrador de información de la FNAC de la Place Saint-Lambert, donde tal y como me esperaba no han sabido darme razón del pedido, que según parece se realizó desde Francia. No puedo comprobar que no he hecho yo el pedido a través de una cuenta electrónica de la FNAC porque no tengo cuenta electrónica de la FNAC.
»—¿Qué le doy?
»—¿Cuántos cruasanes ha comido?
»—Uno —dije.
»El camarero miró la cesta medio vacía. Luego me miró a mí. Luego volvió a mirar la cesta. Luego asintió con la cabeza. [...]
»Salí de allí transfigurado. Algo cantaba en mi corazón; debían de ser los cruasanes. A partir de aquel día me convertí en el mejor cliente del Capoulade. [...]
»Todavía me siguen produciendo los cruasanes una gran ternura. Me parece que su forma, su costra crujiente y su calor interno tienen algo de simpático y de cordial. Ya no los digiero tan bien como antes, y nuestra relación se ha vuelto más o menos platónica. Pero me gusta saber que están ahí, en sus cestas, sobre el mostrador. Han hecho más por la juventud estudiantil que la Tercera República. Como diría el general de Gaulle, son buenos franceses.»

Por descarte, he terminado admitiendo que sufro un trastorno bipolar y que el hemisferio derecho de mi cerebro está llevando a espaldas del izquierdo su propia agenda de lecturas. Quizá eso explique las muchas ocasiones en que, buscando un libro en la biblioteca, doy con otro que no sé cuándo he comprado, ni con qué intención, y que a veces contiene subrayados y anotaciones de mi puño y letra, pero demasiado inteligentes para haberlas hecho yo. Es posible, incluso, que durante las próximas semanas mi sombra inconsciente continúe enviándome libros que me entretengan, que me exalten, que me diviertan o me destruyan, hasta convertirme en otro, en un personaje poroso, a duras penas visible, perdido entre dos dimensiones, pero indudablemente más sabio.
Espero que entre esos libros caiga algún otro de Gary.