Muchas veces Eduardo ha compartido con nosotros su sorpresa ante la obsesión inexplicable de los departamentos norteamericanos con gente como Walter Benjamin o Henri Bergson. El otro día, sin ir más lejos, nos contaba la historia de un tipo que creía haber escrito un libro sobre Walter Benjamin, aunque en realidad de lo que trataba era de Jacques Derrida. El pobre diablo había tenido un lapsus de varios cientos de páginas, uno de esos deslices freudianos, como cuando Rajoy dijo que llevaba cinco años en el Gobierno, queriendo decir cinco meses. El mundo universitario aquel espera con tanta intensidad leer libros sobre Walter Benjamin que los propios escritores piensan en él aun mientras escriben sobre otros. Es algo así como una fantasía erótica que convocan sin malicia para evitar el gatillazo intelectual.
Lo de Bergson igual se explica porque, como decía Julio Camba, sus textos se leen «de un tirón, con la sonrisa en los labios, aun sin haberse quedado calvo estudiando diez años en Marburgo a fin de prepararse para la lectura». Se leen o no se leen, pues quienes han estado en aquellas universidades aseguran que mucho de lo que en ellas se dice sobre estos pensadores es, pese a todo, de oídas y aproximativo.
No es imposible que algún día, en una fase futura de su largo romance con pensadores asistemáticos, los departamentos anglosajones de estudios culturales descubran, precisamente, a Julio Camba. Estos días en que se proyecta en Europa la película sobre Hannah Arendt conviene recordar que Camba ya se percató de la banalidad del mal en 1920: «Mis interlocutores suponían que para que un alemán matase a un niño en la guerra era preciso que ese alemán fuese un malvado. Yo, en cambio, opinaba que un alemán podía matar niños sin dejar por ello de ser un excelente padre de familia».
—Bueno, pero es que esto Camba lo decía en broma.
No del todo. A mí me parece que estas cosas Camba las decía en serio, pero sin darle demasiada importancia, como se dicen las verdades que nadie se va a creer. A diferencia de Benjamin o de Bergson, Camba no se tomaba demasiado en serio a sí mismo, lo que no quiere decir que escribiera en broma. Como a toda aquella primera generación de humoristas —el humorismo español se inventa en el fin de siglo— le daba repelús el pensamiento sistemático, el método, eso de tener una idea que igual no es mala y estirarla hasta que rompa. El sistema acaba siendo muchas veces una llave inglesa a la que se le quiere dar el uso de una navaja suiza. Esa misma prevención contra el sistema tenía también Julio Caro Baroja, que tenía, como sus tíos, mucho de humorista, sin que ello le restase talla intelectual.
Claro que todo esto es lógico que lo pensemos los españoles que sobrevivimos en un caldo cultural francófono o francófilo, empapuzados de sistema. En otros sitios, donde lo que abunden sean las genialidades y el toreo de salón, les parecerá lo contrario. Así se demuestra que todo es conforme y según.
Ortega dijo una vez que Camba era «el logos». ¡Ahí es nada! Sin duda Ortega eso no se lo decía a cualquiera. Tanto oír hablar del logos en los cursos predoctorales de la Autónoma, y al final resulta que de quien se hablaba era de Camba. Bien mirado es perfectamente comprensible, pues Camba tiene intuiciones que parecen conclusiones, y que ha dejado para que les saquen punta los que vengamos detrás:
a) «Una nación se hace, lo mismo que cualquier otra cosa. Es cuestión de quince años y de un millón de pesetas».
b) «El articulista es algo así como el avestruz. El avestruz lo convierte todo en cosa de comer y lo digiere todo: el articulista lo reduce todo a artículo de periódico».
c) «Cuando un paisano mío carecía de oficio y no sabía hacer nada que le permitiese vivir en su tierra, si no tenía dinero bastante para ir a Buenos Aires, venía a Madrid y se dedicaba a ministro».
d) «Las elecciones son nuestra única industria nacional».
e) «Los escritores solemos dirigirnos a "el lector", poco más o menos, así como los criados se dirigen a "el señor"».
f) «El hecho de no saber escribir no basta para convertir a un hombre en filósofo».Cada una de estas frases podría servir de lema o corolario a manuales acerca de, respectivamente, los siguientes asuntos: a) los nacionalismos periféricos; b) una deontología del columnismo periodístico; c) la tan traída y llevada casta política; d) la Transición española en bloque; e) la profesionalización de los escritores, y f) Theodor L. W. Adorno.
Con Camba en la mano, los departamentos de español podrían producir también sugerentes ensayos sobre esa cuestión de la identidad que tanto les fascina. Estando en el extranjero el vilanovés descubrió que se puede ser español sin ser de España, porque eso de la españolidad era entonces una cuestión de carácter más que de pasaporte; los españoles —añadía— descubren su cultura en cuanto cruzan los Pirineos, mientras que se europeízan si se quedan en su país; en cuanto a la España de las cupletistas, es muy reducida, y en ella no figura Pontevedra, ni Getafe, «ni mil otros pueblos que pagan, sin embargo, sus contribuciones al Estado y que cumplen la ley de Quintas». Con estas cosas uno podría hacer las Américas universitarias. A condición de decir que han aparecido dentro de la maleta de Walter Benjamin, y de olvidar piadosamente todos los escritos relativos al sistema parlamentario.