El 4 bailé un tango con la fiebre y le di al retrete un apasionado beso de tornillo. Puede decirse que sacó lo peor de mí mismo. Parece que era una hamburguesa de pollo.
El 5 la fiebre había remitido, pero no tanto como para que no tuviera la sensación de arrastrarme durante las nueve horas que duró mi viaje a la ciudad leprosa. Me recibieron docenas de cadáveres de abetos abandonados por las aceras, sacrificados a una cursilería de usar y tirar.
Disfrazados de secretarias, los Reyes Magos me han traído hoy, día 6, setenta exámenes sin corregir. En un correo electrónico Christine P. nos invitaba a compartir con ella una galette des Rois, a las tres y media. Llego tarde, y me encuentro a los cuatro héroes que se han atrevido a venir el primer día en que se vuelve a encender la calefacción. Les pregunto, por mera fórmula, qué tal las fiestas. Todos miran para otro lado. Recuerdo entonces que el padre de uno murió a mediados de noviembre; que el padre de otra intentó suicidarse poco antes del verano, después de que lo abandonase su mujer; que la de más allá huyó de su casa cuando era joven por motivos suficientemente sórdidos como para no habérselos confiado nunca a nadie. Para levantarnos el ánimo empezamos a hablar de crímenes.
Es que estos días se pasean por la ciudad dos tipos con disfraces de peluche, uno de elefante y otro de canguro, que forman parte de una campaña de prevención contra los carteristas. Les acompañan otras dos personas disfrazadas de policías. Mientras el elefante distrae a los peatones, el canguro les mete la mano en el bolsillo. Si el peatón se queja, le entregan un folleto.
Louis G. cuenta con mucha gracia la historia de un amigo suyo que, alarmado ante una ola de robos en el barrio, compró una pistola de calibre 38. Cuando los ladrones entraron en su casa sólo se llevaron una cosa: ¡la pistola! También en su propia casa, de noche, le robaron a Christine el ordenador portátil y la bicicleta. Bicis, en realidad, ya le han robado seis, hasta el punto de que en el Decathlon siempre le tienen reservada una de su tamaño. La última fue porque había olvidado cerrar con llave la puerta del garaje; esto quiere decir que alguien se dedica a recorrer la ciudad probando a abrir las puertas de los garajes, porque sabe que alguna vez suena la flauta.
Céline —una profesora de alemán— cuenta que el pestillo de la puerta de su coche no funcionaba bien, y que un día entraron, le abrieron la guantera y se llevaron el GPS y algunos de sus CDs. Sólo algunos: dejaron los de música electrónica. Esto significa que alguien, quizá el mismo que revisa las puertas de los garajes, intenta abrir también las puertas de los coches, uno a uno, calle a calle, hasta que una noche da con una puerta mal cerrada, como la de Céline, y se lleva al Kronos Quartet.
También en la facultad —dice Christine—, a última hora de la tarde, hay alguien que intenta abrir las puertas de los despachos, aguardando el día en que uno haya olvidado cerrarlo con llave. Si al entornar ve que la luz está encendida, cierra inmediatamente. Pero no tan rápido como para que el sufrido profesor que hace horas extra no vea, asida al picaporte, una mano desproporcionada, siniestra, azul, de peluche.