Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 22 de febrero de 2014

Esta mañana de sábado estoy convocado a la entrega de un premio de tesinas en el Palacio de las Academias de Bruselas. La primera persona con quien me encuentro es con Teo, mi antiguo profesor de literatura hispanoamericana. Diez años sin hablar con él y en un mes nos vemos dos veces seguidas (la otra fue en la Biblioteca Nacional). Lo han liado para participar en el jurado que evalúa los trabajos; es un santo: cada año recibe más de treinta en su universidad, y todavía se anima a leer las tesinas de universidades extranjeras. «Así tengo el cerebro de quemado» dice, con una insuperable imitación de la sonrisa de Bruce Willis. Sin embargo yo lo encuentro exactamente igual que lo recordaba, quizá incluso menos ojeroso. Será que ha dejado el tabaco, o alguna otra cosa.

Inmediatamente después me topo con Jean-François. Resulta que andaba casualmente por Bruselas, zascandileando en la Bibliothèque Royale, y, como es muy amigo del duque, se ha acercado a echar la mañana. Qué alegría verlo, con su eterna pajarita y la orden de Isabel la Católica en la solapa, que guarda para ocasiones como esta. Enseguida me tira una descarga cerrada de preguntas: ¿sigo bien en mi universidad? ¿Sobre qué estoy escribiendo? ¿Y a Kathleen, cómo le va?

—Tú, Jean-François, siempre haces lo mismo —le digo—: te lías a preguntar en qué andamos trabajando los demás, cuando lo que realmente interesa es en qué andas trabajando tú.

Luego llegan los archipámpanos: la hermana del Rey, su marido el duque, los embajadores, los catedráticos, el secretario de la Real Academia... Unos días antes, quienes teníamos que intervenir recibimos un correo electrónico en el que se nos indicaba la fórmula protocolaria con la que debíamos comenzar nuestros discursos: «alteza real, señor duque, señores embajadores, señores doctores, señoras y señores». Algunos colegas añaden «queridos estudiantes», aunque quienes están en la sala ya no lo son; yo añado «señoras doctoras», pues, aunque en general soy contrario a las declinaciones innecesarias de sustantivos, en este caso la referencia a los señores doctores impide considerarlo neutro, y excluye a las varias doctoras que hay en la sala.

Toda la mañana me la paso incómodo, echando cuentas. Los cinco mil del premio —es un premio superdotado, casi en el sentido pornográfico que también tiene el término—, más los mil del áccesit, más el alquiler del palacio, más los desplazamientos y la intendencia del jurado, más lo mismo de los presidentes de honor y de sus acólitos, más el piscolabis que nos han dado al terminar... Todo ello para premiar un trabajo académico que puede ser muy digno pero que no deja de ser una promesa, o incluso algo menos firme, un presagio, una corazonada. Algo así como el Nobel de Obama, que sacan en el despacho oval para que la gente se eche unas risas cuando la negociación se pone demasiado tensa. Y pienso en mis amigos que ya se han doctorado, que han hecho aportaciones significativas al hispanismo, que han descubierto e interpretado —o redescubierto y reinterpretado— textos fundamentales, que han bregado con los trámites para la acreditación de personal docente universitario y que malviven en el pluriempleo, o en el desempleo, o en el vagabundeo, y pienso en lo bien que les habría venido este premio u otro parecido, con el que podrían haber editado un libro, o financiado una investigación, o con el que simplemente habrían sabido que sus esfuerzos no habían sido en balde, que lo que hacían a expensas de su familia y de su vida personal se tomaba en serio y se leía con atención. Pero es lo que tienen el mecenazgo y la filantropía: que el dinero se gasta sin plan ni proporción. Por suerte el premio se lo lleva nuestra candidata, Jéromine, quien por lo menos no se lo gastará todo en vino.