Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 31 de marzo de 2014

Damos una vuelta por el centro comercial Humana de Frankfurter Tor. Es un edificio contruido hacia 1960, probablemente en el mismo año en el que se erigieron las triunfalistas fachadas con las que arranca, en la acera de enfrente, la Karl-Marx-Allee. El centro comercial tiene cuatro pisos y parece que el tiempo se hubiera detenido en su umbral. Sobre el mostrador hay una pila de papel continuo de impresora, y los letreros están escritos a mano con uno de esos rotuladores anchos que gozaron de hegemonía tipográfica en las galerías de alimentación de hace treinta años. El hecho de que Humana se dedique a la venta de ropa de segunda mano y de que ésta, lógicamente, no esté ordenada por marcas, sino por colores, multiplica el aspecto anacrónico y casi afrocubano del conjunto.

Subimos directamente al cuarto piso, que contiene la sección vintage. Esto quiere decir que la ropa está mejor conservada y más pasada de moda que en el resto de las plantas. Los precios son, en consecuencia, más elevados: entre 9 y 15 euros los pantalones, de 20 a 30 las chaquetas y cazadoras. Trasteamos el tiempo suficiente para que los clientes comiencen a preguntarle a Kathleen si trabaja allí, y me acabo metiendo en un probador con cinco camisas de colores chillones. Desde el incógnito del probador escucho el comentario fugaz de una mujer:

—Esto le gusta a la gente que no vivió en aquellos años, pero a mí me da urticaria. 

El caso es que a mí todo lo que me pongo me queda muy bien. Incluso un chaqué con costura vista y botones de hueso, que ya es decir. Kathleen no da crédito: «¡es increíble, sólo una de las camisas te viene grande, el resto parece hecho a medida!». Es una sensación refrescante, acostumbrado como estoy a sufrir decepción tras decepción las raras veces que la necesidad —o mi madre— me obliga a reponer el vestuario. Lo normal es que salga de las tiendas con las manos vacías o con prendas en las que parezco todavía más desgalichado y subnormal. Generalmente, cuando termino de probarme ropa diseñada para personas musculosas y sin personalidad me miro al espejo y me digo «esto sí que no me lo compraba ni loco». ¡Y era la ropa que traía puesta! En cambio, en este centro comercial de la guerra fría descubro que no se trataba, después de todo, de una cuestión de físico, sino de sincronía.

Así es, amigos de lo paranormal: las camisas de Humana demuestran que soy un vestigio de otra época, que tengo un cuerpo de los años 70, una época en la que los hombres tenían la figura de las modelos actuales, y las mujeres tenían la figura de los hombres actuales. La ropa comercial se confeccionaba en ciudades como Barcelona, Manchester, Neuchâtel o Ginebra, y no llevaba logotipos ni anuncios sobreimpresos. Este descubrimiento crucial lo hago precisamente en una semana en la que Die Zeit ha anunciado un cambio en el modelo de hombre... en un suplemento cuya portada era un retrato de la rana Gustavo. Si el nuevo modelo de hombre es la rana Gustavo, dentro de poco este cura se verá haciendo anuncios de Nespresso.

Curiosamente —ya se verá qué tiene de curioso—, unas horas después de descubrir que soy un documento histórico me presentaron a Julia. Kathleen me había hablado mucho de ella: es una muchacha de New Orleans que irradia simpatía. Sus rasgos suaves, el pelo cobrizo y la piel clara sugieren una ascendencia irlandesa; actualmente vive en Japón y está planeando mudarse a Alemania, donde trabaja su marido.

—Es también una cuestión de calidad de vida —explica Julia, mientras pedimos cerveza de Bohemia—. En New Orleans yo soy la única persona que conozco a la que no le han puesto una pistola en la cara. Y en Japón, a pesar de lo bien que me lo he pasado estos años, no creo que llegue a acostumbrarme a sus conceptos de lealtad y compromiso, que corresponden a lo que en otros sitios llamaríamos sencillamente «sumisión total» y «obediencia ciega».

El día anterior Kathleen y yo habíamos andado en bici por el centro de Berlín y nos habíamos sentado a comer al sol en una terraza frente al Spree (codillo con chucrut y puré de guisantes, cerveza artesanal y un chato de korn, 10,5 euros), así que Julia no necesita darme más explicaciones sobre lo que espera de este país ni lo que entiende por calidad de vida. Su marido, Chris, es igual de majo y también se parece a la rana Gustavo, así que sin duda fue un adelantado a su tiempo. Muy adelantado, porque bien mirado Julia podría ser su hija.

—¿Estás seguro? —me pregunta Kathleen, con cara de tener un comodín en la manga—; ¿cuántos años le echas?

¿A Julia? No más de treinta, iba a haber dicho, cuando comencé a echar cuentas con los dedos: diez años estudiando y trabajando en Seattle, doce años en Tokyo, un par de años con becas en Alemania... Llego a la conclusión de que antes de nacer ya había terminado el instituto. Pero se me hace mucho más fácil aceptar esto que el que esa muchacha de pinta lozana que bebe cerveza negra frente a mí esté planificando su jubilación. Y sin embargo, me dice Kathleen, así es.

Se conoce que unos hemos estado pasados de moda aun antes de empezar a envejecer, mientras que a otros el tiempo los mira con respeto desde lejos, sin osar ponerles la mano encima, igual que hace con algunas esquinas de ciudades centroeuropeas.