Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 29 de abril de 2014

Hacía años que sólo nos veíamos en restaurantes, sobre todo en el venezolano de la calle Barco, y en esas ocasiones nada raro me había llamado la atención. Pero la semana pasada Patricio vino a impartir un seminario doctoral y a participar en un congreso sobre Cortázar, y tuve ocasión de pasar un par de días con él, de presentarle a nuestros estudiantes y de escucharle debatir con otros invitados argentinos. Y entonces lo vi. No lo vi como se ven las cosas reales y corpóreas, lo vi como se ve un platillo volante o una aparición mariana: con la conciencia de que es una mistificación de los sentidos, pero con más efecto de realidad que la auténtica realidad. 

Patricio siempre había tenido un tupé que le daba altura física y modernidad. Lo nuevo es que ahora le ha crecido también un segundo tupé que le da altura intelectual. Viene a ser un aura, una excrecencia ectoplásmica como la que presentan algunos autorretratos de Léon Spilliaert.

Pondré un ejemplo tan sólo, aunque elocuente, de la influencia de ese tupé carismático. En la mesa redonda que debe cerrar el congreso se saca un papelito del bolsillo, y dice que nos va a leer una lista de motivos para no leer a Cortázar. En la sala, la temperatura desciende de golpe siete u ocho grados.

—En primer lugar —dice—, sus novelas.

Y sigue: sus imitadores, su cursilería, su incapacidad para discriminar (o la incapacidad para discriminar que demuestran sus editores y albaceas actuales). Pero cuando la irritación del público está a punto de hacerse audible, nos sorprende con una lista todavía más larga de razones para leer a Cortázar, lista que cierra, muy elegantemente, mencionando a sus lectores, que somos —o fuimos— nosotros.

Nos endosa, pues, un discurso muy bien construido, cosmopolita, ágil aunque puntuado por una tosecilla nerviosa. Cuando nos trasladamos al bar, habla con nuestros estudiantes de Walsh, de Arlt y de Aira, pero también de fútbol y de gastronomía. Varias jóvenes valonas lo contemplan con arrobo. Sigo sus miradas y veo que apuntan a tres o cuatro centímetros por encima de la cabeza de Patricio, allí donde el tupé místico tiene su asiento.

«Esa pyme llamada Patricio P.», como él mismo dice, recibe boletines de novedades de todas las editoriales españolas, y lee un promedio de cinco o seis horas al día. Junto a él, menda, sin tupé e incluso sin peinado propiamente dicho, se siente como la amiga que abandonó la carrera para dedicarse a criar a sus hijos, y eso que no ha abandonado la carrera ni tiene hijos que criar. Se consuela pensando en que de algún modo interviene en la formación de esos lectores que, como queda dicho, son lo más estimable de la literatura argentina.

Precisamente este cura acaba de dimitir de su puesto de vocal del consejo de administración del comité de barrio. Era un cargo rimbombante que costaba casar con la realidad de una docena de vecinos que suscribían cartas de protesta u organizaban campeonatos de whist. Sobre todo era un cargo que no estaba ejerciendo y en el que por lo tanto comenzaba a representar más una carga que una ayuda. Esperaba ganar así un par de horas al mes, que en el corriente pensaba dedicarle a un antiguo colega que lo había invitado a comer en un restaurante postinero.

Por ser postinero, el restaurante no tenía ni rótulo: se accedía a él a través del vestíbulo de un teatro que acababan de reformar enfrente de la facultad, y había que saber de su existencia de antemano. Este colega, cuyo nombre debe ser silenciado, pidió ostras —«a mi mujer no le gustan, así que nunca puedo comerlas»—, y cuando hubo dado cuenta de ellas se inclinó sobre el plato lleno de valvas y le hizo a bocajarro, en voz muy baja, una inesperada propuesta.

—Quería preguntarte si te gustaría hacerte masón.

Nuestro héroe se ve a sí mismo como en un travelling compensado, y lamenta no haber pedido también ostras, pues sin duda le habrían prestado apoyo moral en semejante trance. Aquello le parecía una cosa absurda, trastornada, un episodio de una novela de formación contradictoria y barojiana. Sin embargo, una respuesta demasiado espontánea —un ataque de risa, una negativa ofendida— habría sido irreparable, y habría hecho muy incómoda la conversación durante el plato de resistencia. Por ello aparentó curiosidad.

Todos los miércoles por la noche el Gran Oriente se reunía para tener conversaciones declaradamente improductivas. La iniciación era un proceso largo, para el que hacían falta padrinos, humildad y paciencia, mucha paciencia. Lo fundamental era defender la laicidad, dentro de la cual cada logia podía representar una sensibilidad particular.

—Ya veo, ya —dijo nuestro protagonista—, ¿y cuando hacéis lo del martillo y el delantal?

—Ah —su interlocutor suspendió un instante la respuesta y se puso todavía más serio, serio como sólo puede estarlo un masón al que le tocan los rituales—: hay ocasiones para las que conviene mantener el misterio.