Hace muchos, muchos años, celebramos la primera comunión de mi primo Javi. Estábamos comiendo en un salón de banquetes y alguien —seguramente el propio Javi, que siempre ha estado al tanto de todo lo que se cocía— descubrió que en una sala contigua, en la que se celebraba otra primera comunión de otro niño, estaba José María Yuste. El de Martes y Trece. Esto hoy no significará demasiado, pero en 1989 encontrarte a Martes y Trece, o aunque solo fuera a Trece, era una cosa indescriptible y sobrecogedora. El humorista, entonces en el apogeo de su gloria, debía de estar hasta el gorro de autógrafos y elogios, pero aun así se enrolló y se dejó fotografiar con los siete u ocho chavales de nuestra familia, sonriendo como si fuera él el de la comunión. Por ahí anda la foto. Pues bien, desde aquel día no me ha vuelto a pasar nada emocionante. Hasta que ayer por la noche, medio de rebote, sintonicé en internet el debate sobre las elecciones europeas.
Resulta además —y viene muy a cuento— que yo volvía de ver la presentación de un libro de Jacobo de Regoyos. Es un corresponsal de Onda Cero y, sí, el tío abuelo de su padre fue el Regoyos que acompañó a Émile Verhaeren en la redacción de La España negra. Por extraña coincidencia, en la sala hay un tipo de ojillos roedores, bigotazo cano y gafas de alambre que bien podría ser el sobrino bisnieto del propio Verhaeren, lo que da al acto carácter de revancha diferida y casi mitológica. Porque Regoyos, este Regoyos, ha escrito algo así como La Bélgica negra, un libro titulado Belgistán que las Prensas de la Universidad de Corcho han traducido al francés. Su subtítulo presenta este país —esta Babel de techos bajos donde todo el mundo es presidente de alguna cosa— como el laboratorio de las políticas nacionalistas en Europa. «Pero es un laboratorio cuyas fórmulas no son nada novedosas», le digo al autor durante el piscolabis; «el trazado de fronteras en función de áreas lingüísticas o culturales ha sido una política consciente y hegemónica en Europa desde la II Guerra Mundial». Esto lo había leído esa misma mañana, mientras me comía el bocadillo, en un magnífico artículo de Álvarez Junco publicado en El País. «Lo chulo sería tratar de construir entidades políticas multiculturales, pues nuestras sociedades cada vez serán más heterogéneas» (esto también lo decía Álvarez Junco); y todavía tengo el cuajo de añadir: «desde estar perspectiva, podría darse la irónica circunstancia de que el auténtico laboratorio de Europa no fuera Bélgica, sino más bien Suiza, el único país centroeuropeo que no pertenece a la Unión». Regoyos me mira asombrado: «¡Es exactamente lo que yo digo en mi libro!» Y abriendo un ejemplar me demuestra que al final del capítulo siete, u ocho, figuran casi las mismas palabras.
Con ese prólogo, y el tono moral ya bastante reconfortado con las dos crêpes habituales del figón bretón de la calle Pont d’Avroy, llego a casa y recuerdo que es día 15, y que el día 15 se emitía el debate entre los candidatos a la presidencia de la Unión Europea. Me preparo una infusión de salvia y pongo la tele (es decir, internet) esperando encontrarme algo así como el Festival de la Canción de Eurovisión. Pero lo que veo me deja todavía más estupefacto.
Lo que veo es un debate con argumentos políticos, caras nuevas, proyectos económicos, política energética, ideas de futuro, calentamiento global, balances del pasado nada complacientes, uso de lenguas extranjeras, réplicas de contornos bien definidos —incluso por momentos contundentes— y toma de responsabilidad en la gestión del turno de palabra. Aun admitiendo que el formato resultaba artificioso y poco propenso a meterse en honduras, con temas forzados y respuestas de un minuto, resulta refrescante ver un debate político sin papeles barcenianos, sin derecho a decidir, sin conferencias episcopales, sin nada remotamente comparable a los bizantinismos belgas sobre demarcaciones electorales o espacios lingüísticos aéreos; un debate, en fin, en el que los participantes no arriman al ascua la sardina y, si hace falta, se comen la patata caliente. Y siento cómo, en mi interior, las crêpes dan saltos de alegría.
Entre los candidatos hay una muchacha morena, con el pelo a lo garçon, que reparte sopas con honda como una ninja de la dialéctica. Se trata de Ska Keller, la representante de ese Partido Verde continental que ha fagocitado sin complejos las propuestas más coherentes del socialismo. Como Kathleen, la candidata de los Verdes nació en 1981 en la RDA, como Kathleen conoce las aulas de la FU de Berlín, y como Kathleen no se anda con contemplaciones. La miro batirse el cobre en vivo y en directo para los cientos de miles de espectadores que de repente descubren una Europa que sí merecería la pena construir y de repente, por primera vez en la Historia, tengo ganas genuinas de twittear algo.
—¡Dales caña, Ska!
Enseguida se me pasa, porque las cacareadas redes sociales están demostrando una vez más su ilimitada capacidad de distracción. Un presentador toma la palabra de vez en cuando para resumir los hilos de discusión que se tejen en Twitter alrededor del debate, y se le ve bastante incómodo. El hashtag más seguido era uno sobre los derechos del pueblo romaní, pero inmediatamente después creo que iban #mistetas y #achilipún. Al final el presentador termina limitándose a decir que las redes sociales «están que arden», sin entrar en detalles que no harían más que sonrojarnos a todos.
El de las redes sociales viene a ser exactamente el mismo plano en que evoluciona la prensa española, en la que al día siguiente no se decía una palabra del debate sobre la presidencia europea. Ni siquiera se comentaba la cagada antológica del candidato griego Tsipras, quien dijo que en Cataluña «tendrá que ocurrir algo, no sé, algo como lo que está ocurriendo en Ucrania». A lo que la prensa española dedicaba toda su capacidad de atención, que no es mucha, era a las vacuidades y a los desplantes de Arias Cañete.
(P. S.: Dos días después sí se publicaron algunos artículos sobre el debate europeo; uno de ellos, muy mal escrito, mencionaba que en España lo siguió el 0,9 % de la audiencia.)