Según las encuestas, la mayoría de habitantes de Berlín votará por Ska Keller el próximo domingo. Varios barrios de la ciudad parecen haberse entregado al decrecimiento económico, a la slow food y a la jardinería de guerrilla. Alguno, como Prenzlauer Berg, ha producido su propia versión del bourgeois bohémien, que un periodista de Die Zeit ha bautizado genialmente como Bionade Biedermeier. Los bibis, que serían la traducción alemana de los bobos.
Después de un mes corriendo de un lado para otro me dejo el reloj en casa y, sintiéndome algo bobo, como un bocadillo de berenjena, tomate y mozzarella en Funk You, y me siento en un banco de Boxhagener Platz a terminar el libro de Regoyos. Al otro lado de la plaza las muchachas toman el sol en bikini, mientras a pocos pasos practica el mejor guitarrista de Armenia. Un macarra pasa frente a mí, se agacha, recoge una chapa que se le había caído y desanda siete metros para tirarla en una papelera. Más allá, un indígena amazónico con el torso desnudo cubierto de escarificaciones y tatuajes tribales empuja un carrito de bebé.
En la Samariterstraße, enfrente de la imprenta del yerno de Renau, han abierto una heladería. Compro una bola de helado de yogur, y entro a cortarme el pelo en la peluquería que hay al lado. El suelo es de linóleo y las fotografías que adornan las paredes se hicieron antes de que que Boy George descendiera a los infiernos. Me acuerdo de Patricio y le pido a la peluquera que me deje un poco de flequillo, imaginando que el flequillo está relacionado de alguna manera misteriosa con la autoridad intelectual, que el flequillo confirmará mis afirmaciones con una oscilación subliminal y corroborará mis negaciones como un becario servil.
Mientras la peluquera brega con mis greñas pienso en Chris, el marido de Julia, con quien cenamos bibimbap antes de ayer. Lo encontramos en la Mainzerstraße, haciendo fotografías de una zanja.
—Esto son los tres elementos fundamentales de la fotografía contemporánea: piedras, cuerda y arena.
Efectivamente, las piedras, las cuerdas y la arena han sido dispuestas junto a la zanja en tres montones perfectamente diferenciados: una cosa es que haya una fuga de agua en un barrio bohemio, y otra que no se ordenen los escombros. La cámara de Chris es una Nikos de los años cincuenta, sumergible, como la que usaba Jacques Cousteau. De hecho, Chris también lleva un gorrito de lana, pero, a diferencia del oceanógrafo, revela los negativos en la bañera de su casa:
—La luz que da en las personas es la misma que incide en la película. Es una cosa por completo fetichista, claro, pero que no tiene la fotografía digital.
El fetichismo se agota bastante rápido, porque luego escanea el negativo y sigue trabajando las fotos en el ordenador. Mientras la camarera coreana nos sirve tres botellines de Hite, Chris sostiene que muchas veces el ideal de lo digital es convertirse en analógico. Es algo menos que una teoría, y algo más que una observación casual. Yo le cuento dos anuncios que he visto hace poco, y que vienen al pelo. El primero mostraba un lápiz dispuesto sobre una mesa y a la altura de la cámara; el fondo cambiaba cada pocos segundos —una biblioteca, un hospital, una oficina, un aula—, mientras una voz en off iba desgranando las aplicaciones de tan simple herramienta: hacer cálculos matemáticos, escribir un poema, anotar un mapa, componer una sinfonía... Al final del anuncio aparece una mano que parece que va a coger el lápiz pero lo que en realidad levanta es algo que ha estado detrás del lápiz todo el tiempo, una tableta ultraligera, que es lo que se supone que querían vender en realidad.
También le cuento otro anuncio, que recuerdo todavía peor, porque sólo lo vi una vez en un intermedio de Salvados, que es prácticamente la única ocasión en la que veo publicidad televisada. En esta ocasión se presentaba a un caballerete dinámico, joven aunque sobradamente preparado, con zapatos de gamuza, que iba a pie de acá para allá, pedía un café para llevar, se montaba en una bicicleta de alquiler (esto ya no sé si me lo estoy inventando), corría a una cita con una chica... y en el último segundo se montaba en un coche y se iba.
Ya hasta los fabricantes de coches se han dado cuenta de que los coches no son guays.
En ambos anuncios la yuxtaposición aspiraba a un trasvase de atributos simbólicos entre lo orgánico y lo electrónico, entre lo analógico y lo digital, de la misma mágica manera que mi flequillo querría convocar alguna de esas virtudes que, precisamente, suelen adornar a quien se ha quedado calvo. Entonces la peluquera me pone un espejo en la coronilla y me pregunta ¿está bien así?, y yo le digo está perfecto, jefa, está que ni hecho con iPad.