El vuelo habría sido una pesadilla aun si no hubiéramos tenido delante a dos niños que lloraban sin parar. Tras pasar los controles de pasaportes del aeropuerto de Baltimore nos dirigimos a la parada de autobús. Un panel anuncia un autobús para cuatro minutos después, y nos advierte de que debemos preparar el precio exacto del billete: seis dólares. El autobús aparece, pero el conductor grita «only drop off!», y se va de vacío. Media hora más tarde —está atardeciendo, pero para nosotros son las tres de la madrugada— llega un nuevo autobús. Subimos y el conductor nos invita a introducir los billetes en una máquina. La máquina se los traga dócilmente.
—Te faltan dos dólares.
¿Cómo que me faltan dos dólares? Bastante potra hemos tenido con reunir doce dólares, viniendo de otro continente: en Bélgica me cambiaron sólo billetes de cien, y el siguiente más pequeño que le queda a Kathleen es de veinte.
—Faltan dos dólares.
Le explico que el cartel de la parada nos conmina a subir con seis dólares justos. El conductor tiene seguramente muchas virtudes, pero la paciencia no es una de ellas. Señala por encima del hombro un póster adhesivo y dice:
—En el cartel del autobús pone «7$».
Kathleen encuentra milagrosamente otro dólar más en su monedero, y le compramos otro por un euro a unos turistas alemanes. Los cuarenta y siete pasajeros que suben detrás de nosotros tienen el mismo problema, y es poco si sólo tardamos veinte minutos en arrancar. Ya es noche cerrada cuando llegamos a la parada de metro de Green Belt, a la entrada de la ciudad de Washington. Allí comienza nuestra siguiente prueba: los dispensadores de billetes proponen abonos de distinto tipo, y hay que modificar el precio con unos botones hasta obtener el que corresponde al trayecto preciso que queremos hacer a una hora determinada. Para ello, debe consultarse un esquema que deja tamañita la tabla periódica de elementos. A pesar de la ayuda solícita de los empleados, nos equivocamos y tardamos un cuarto de hora largo en obtener los tickets correctos.
Nuestro reloj biológico marca las cinco de la madrugada cuando llegamos al apartamento que ha subalquilado Kathleen. Está en un segundo piso, encima de una clínica veterinaria, en la calle 18. La propietaria es periodista y está en Brasil escribiendo un reportaje sobre el mundial de fútbol. Nos ha dejado las llaves en la verja del inmueble, dentro de una especie de candado gigante que se abre como una caja al marcar un código. En su interior encontramos cuatro llaves. Ensayamos las cuatro sin éxito. Con una de ellas conseguimos girar el cerrojo, pero la puerta permanece cerrada. En la cerradura del pomo encajan dos de las otras llaves, pero no giran, y una de ellas incluso se resiste a salir. Probamos las llaves por tercera vez. Estamos sudando como pollos.