Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 12 de julio de 2014

Las primeras impresiones resultan injustas. No es razonable pensar que un turista puede hacerse una idea medianamente contrastada de la realidad de un país en un par de días. Pero quizá es igual de ingenuo pensar que con el tiempo y la convivencia uno puede reducir un país —sus habitantes, sus leyes, sus celebraciones, sus relaciones económicas, sus lenguas y su gastronomía— a una o dos fórmulas esenciales encerradas en oraciones copulativas. En comparación, una primera impresión que se presenta humildemente como lo que es, con el sombrero en la mano y la mirada baja, puede ser más verdadera que una generalización basada en la experiencia, aunque el ámbito de aplicación de esa verdad sea mucho más reducido.

Mi primera impresión es, además, una segunda impresión, ya que, como decía Romain Gary, es imposible hacerse una primera impresión de Nortemérica. «C’est probablement le seul pays qui est vraiment comme ça, tel qu’on le connaît avant d’y aller», gracias a las películas y a las series de televisión. Mi segunda impresión de Washington, pues, es que está compuesta de tres clases de personas: personas que llevan traje, personas que llevan uniforme y personas que hacen jogging. Como segunda impresión es bastante calamitosa, pues no tarda en imponerse una tercera impresión, esta vez ya inamovible: la de que sólo hay un tipo de personas, los que hacen jogging, que en ocasiones se ponen traje o uniforme. 
 La división del trabajo está sujeta a un criterio racial bastante obvio para cualquiera que no haya sido sumergido durante años en el discurso mágico estadounidense. Las ocupaciones menestrales y subalternas las realizan mayoritariamente negros; los ejecutivos y trabajadores de cuello blanco son mayoritariamente blancos. Por lo demás, Washington es una ciudad muy agradable, de casas bajas, con poco tráfico. Tiene una fauna urbana encantadora, en la que destacan las ardillas, los zorzales, los estorninos y, por la noche, las luciérnagas. Su esfera pública es muy verbalizada: allí donde podría transmitirse la información con un icono hay instrucciones textuales muy elaboradas. Por ejemplo, en lugar de las embarazadas y de los viejecitos esquemáticos con que en otros países se reservan algunos asientos del metro, en el de Washington hay: a) un rótulo de cuatro líneas, b) sendos dibujos con flechas rojas que identifican los asientos en cuestión, y c) un nuevo rótulo de cuatro líneas que dice lo mismo que el primero, pero en tipo más grande. Muchos de estos rótulos deberían ser innecesarios: «por el confort de todos, le rogamos que no abra las ventanillas del autobús cuando esté puesto el aire acondicionado»; «está prohibido escupir en el vagón de metro». La insistencia machacante tiene seguramente que ver con la necesidad de integrar en un mismo código de urbanidad a una población multiétnica y de hábitos culturales muy disímiles. También es frecuente que los rótulos contengan menciones a la ley y a las penas ligadas a su infracción. Uno puede acabar en el corredor de la muerte por hablar con el conductor del autobús.

La vida doméstica americana tiene dos elementos pintorescos y de mucha idiosincrasia. El primero es la root beer, literalmente «cerveza de raíz», en realidad una bebida fermentada que en algún momento se hizo efectivamente con cortezas de raíces, y que en la actualidad es un potingue muy azucarado y ligeramente adictivo. El segundo es el insinkerator, un botón que transforma un vulgar lavabo en Sarlaac, la sima dentada que estuvo a punto de devorar a Luke Skywalker y a sus alegres camaradas en El retorno del Jedi. El insinkerator se traga cualquier cosa, y los ruidos de su aparato digestivo hacen temblar la casa. Lo alimentamos con detritus, que empujamos desde lejos con el palo de la escoba.