También está la historia de un app de reconocimiento tipográfico que era incapaz de identificar siquiera Georgia. O la de una campaña francesa contra la piratería de productos culturales que se imprimió con un tipo pirata. O la de Ecofont, un programa que apolilla otros tipos, llenándolos de agujeritos microscópicos para que se consuma menos tinta en la impresión. Pero ninguna tan sensacional como la biografía secreta de incesto y zoofilia de Eric Gill, que le da un aire súbita y cómicamente depravado a los rótulos de la BBC y a las cubiertas de Penguin.
Poca gente lo sabe, pero estamos rodeados de tipómanos. En internet basta con dar una patada a una piedra para que salgan tres o cuatro. Varios se han reunido para hacer «Type War», un videojuego muy simple en el que hay que identificar el tipo de una serie de letras. A la altura del nivel 9, bastante contagiado ya de tipomanía, dejo el juego para hacer un test de personalidad en línea cuyo diagnóstico no se expresa en temperamentos ni en términos freudianos, sino en familias tipográficas. Así, descubro con halago que soy un Lumos, un tipo extravagante, con unos palos más largos que otros, serifas asimétricas y trazos nerviosos, para el que sólo existen mayúsculas. Un tipo que parece hecho para rotular clubes de jazz de los años 40 o películas de Tim Burton.
Unos minutos después, Kathleen hace el test. El veredicto del programa es espeluznante e inapelable: ¡Futura! Racional, geométrica, alemana: letra de membrete oficial y de fábrica de automóviles. Por fortuna, los caracteres que en modo alguno podrían coexistir sobre el papel sí pueden hacerlo en un piso razonablemente espacioso y soleado.