Hemos contratado un abono mensual del servicio de bicicletas públicas de Washington, y sólo nos costó una tarde de trámites y un par de llamadas. Cuando obtuvimos nuestros identificadores quisimos sacar unas bicis del terminal más cercano, pero sólo le sacamos una luz roja y un pitido. Una mujer que venía detrás de nosotros nos prestó su móvil e hizo de mediadora con la centralita hasta que, veinte minutos después, se resolvió el problema. Fue sólo la primera de las muchas muestras de amabilidad extrema a las que estamos pudiendo asistir estos días.
Una noche vamos a un club de jazz, en la calle U entre la 15 y 16, y nos quedamos boquiabiertos. Esto no lo habíamos visto nunca. Más allá de la apabullante calidad de los músicos, lo verdaderamente increíble es que el público daba palmas siguiendo el compás. No como suele hacerse en el viejo continente, con un desmayo que allí es considerado casi de buen tono, que suena a olas rompiendo en la playa de la inexactitud, sino casi con brusquedad, con precisión metronómica, tanta que a veces el sonido de las palmadas se asimilaba al del bombo. Asombroso. Otra noche subimos a un garito que está apenas dos manzanas más allá, en la misma calle 18, donde toca un trío completamente apático: los músicos están derrengados en una silla y dejan que sus dedos recorran el mástil mientras pasean distraídos la mirada por el techo del establecimiento. Pese a todo, son mejores que la mayoría de los grupos profesionales residentes en Europa. Uno termina por no saber para qué se estudia este tipo de música en Europa, si no es para entenderla y disfrutar más al escucharla. A los norteamericanos debemos hacerles el efecto de esos japoneses que aprenden a cantar flamenco.
