Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 20 de julio de 2014

Si uno pudiera volver a la Roma Imperial, ver el foro en todo su esplendor, multiplicar por dos sus dimensiones, por tres el número de peristilos y por cuatro el número de frisos, se sentiría como si estuviera en el centro de Washington.

Casi todos los edificios públicos de la capital de este Imperio fueron construidos a finales del siglo XIX conforme al paradigma neoclásico, que, por estar entonces ya desfasado, se cargaba de fe voluntarista en el buen entendimiento de toda la humanidad. El plano original de la ciudad fue trazado conforme a un programa simbólico fácil de leer: la numeración de las calles comienza en el Congreso; éste se halla protegido por Temis y Atenea —el Tribunal Supremo y la Biblioteca—; su entrada, en el lado oeste, da a una amplia explanada de museos y monumentos que compendian la historia y la cultura nacionales; algo más allá, a mano derecha, la Casa Blanca es un chalet humilde y accesible en apariencia, desde donde apenas hay que dar dos pasos para hacer uso de los recursos del Tesoro. 

La Explanada Nacional —el parque que abarca desde el Congreso hasta el monumento a Lincoln— incluye numerosos espacios de genuina religiosidad laica: los mausoleos consagrados a los caídos en varias guerras, los jardines de la amistad germanoestadounidense, los cerezos que regaló Japón a la ciudad, los monumentos a Jefferson, a Franklin D. Roosevelt, a Martin Luther King... Este último produce una emoción singular, pues consiste en un desfiladero de granito que se debe atravesar para llegar a un inmenso peñasco del que emerge, mirando al lago, la figura titánica del activista. El doctor King tiene en la mano unos folios enrollados, probablemente los de su discurso del 63. El ingrediente textual de lo demás monumentos es mucho más acusado, con páginas y páginas grabadas a mano en el mármol en un tipo basado en el de la columna de Trajano: varias declaraciones de FDR; el discurso completo que pronunció Lincoln al inaugurar su segunda legislatura; el preámbulo de la Declaración de Independencia, etcétera.

Son mensajes vibrantes que hablan directamente al pueblo, inscripciones solemnes pero con una prosodia casi radiofónica, muy distintas de las perogrulladas en latín que uno suele encontrar en la arquitectura monumental al uso. En estos días en que se disparan misiles contra niños palestinos y se abaten aviones cargados de médicos holandeses, resultan especialmente sobrecogedores estos textos que, desde el corazón político del mundo, exaltan el coraje civil de los seres humanos y nos llaman a derruir las fronteras para unirnos en la construcción de un mundo igualitario y libre.

Y entonces vienen los turistas con un sombrero de fieltro con forma de calamar azul y se hacen fotos delante de Lincoln sacando la lengua como Miley Cyrus.



El sancta sanctorum de esta ciudad construida como una gigantesca apoteosis de la textualidad democrática es la sala de lectura principal de la Library of Congress, una basílica de San Pedro consagrada al libro y a la razón. Hoy se entra a ella desde un pasillo de servicio que los habitués llaman sencillamente «the yellow corridor», pero hubo un tiempo en que el acceso se hacía a través de la entrada principal, atravesando un vestíbulo de varios niveles en cuyas bóvedas campaban las artes y las ciencias encarnadas en señoritas prerrafaelitas, alternando con rosetones decorados con los hierros de los principales editores humanistas europeos. Preside la sala de lectura un reloj coronado por una alegoría del tiempo: un viejecito alado que empuña una guadaña; dos jóvenes de bronce desnudos leen y reflexionan sobre la brevedad de la vida. Desde la galería alta los lectores somos observados por Heródoto, Platón, Shakespeare, Francis Bacon, Isaac Newton y dos docenas de turistas. Uno se siente bajo presión. De aquí no puedo salir sin haber escrito por lo menos La rama dorada de Frazer.

Así que aquí estoy, sentado en la biblioteca más grande del mundo, con casi 160 millones de libros, artículos, grabaciones y manuscritos a mi disposición, y ¿a qué me dedico? A cartearme con el servicio contable de mi universidad para explicar facturas. Creo que puedo oír a mi padre desde aquí:

—¡¡Eres gilipollas!!

Sí, pápá, gracias por recordármelo. Pero si no se admiten a trámite las subvenciones antes de que el administrador se vaya de vacaciones, el libro que debería haber salido en mayo no saldrá hasta noviembre o diciembre. Si de mí dependiera, ya los habría mandado a todos al cuerno hace tiempo, pero en el libro hay contribuciones de colegas inocentes, que esperan ilusionados a que se publiquen los resultados de sus investigaciones. Así que me tomo una pastilla contra la acidez y, mientras echo espuma por la boca, escribo e-mails de una cortesía extrema acerca del IVA en pagos de servicios intracomunitarios.

No voy a entrar en detalles porque me ata el sigilo profesional, pero cuando regrese a Bélgica pienso imprimir todos los correos electrónicos de estos días, subrayar con un rotulador fosforito las partes más kafkianas y archivarlos en una carpeta que ponga «por qué no voy a volver a organizar nada más en esta universidad». Durante varios días he sido un rehén de la administración, me he visto obligado a someterme a reglas que sólo en artículo de fe se compadecen con el derecho internacional, y a transmitir a importantes editores y escritores instrucciones contradictorias que me hacen pasar por un cretino. Ante la menor expresión de duda, los covachuelistas de la administración se revuelven ofendidos:

—Oiga, es que en el despacho de al lado me dijeron que había que rellenar este formulario así.
—Y a mí qué me cuenta.

Como al final el que tiene que ponerle el sello es él, al chupatintas todo lo demás se la refanfinfla. Y sin embargo, no es raro que, una vez tragada la rueda de molino, desde otro despacho otro administrativo nos devuelva el dossier completo, por alguna incorrección de forma.

—Oiga, es que en el despacho de al lado me dijeron que había que hacerlo así.
—Y a mí qué me cuenta.